El ser humano es un mamífero presuntamente racional, es decir, un animal más, y en esta columna pretendo reflexionar sobre las comparaciones metafóricas con otras especies que utilizamos en el lenguaje coloquial. La reflexión surge de una de las últimas cortinas de humo mediáticas de esas que pretenden distraer al personal de sus verdaderos problemas, como la imparable subida del aceite, el alquiler, el gas o el Euribor. Me refiero a los «insultos racistas» que algunos energúmenos han dirigido al futbolista brasileño de color negro Vinicius llamándolo «mono».
Para empezar, insistiré en que acusar de racismo es racista, pues admite la existencia de varias razas de homo sapiens, cuando solo existe una, la humana. Para continuar, en el equipo de este jugador, como en otros, se alinean otros negros que no son objeto del apelativo, por lo que sospecho que los descerebrados esgrimen otros motivos distintos del color cutáneo para tratar de vejarlo verbalmente, y en este caso tampoco entiendo que llamar a una persona «mono» constituya un delito más grave que llamarle, hijoputa, imbécil o subnormal, insultos habituales no solo en los estadios sino en el román paladino. Pero, ciñéndonos al apelativo simiesco, hay otros muchos que utilizamos en el habla cotidiana sin provocar escándalos políticos nacionales o reuniones de urgencia del Consejo de Seguridad de la ONU para condenar el intolerable racismo de la sociedad española, como si todos fuésemos oligofrénicos de grada.
Empecemos por el propio epíteto «mono», cuya primera definición del diccionario, me permito recordar, es: referido a objeto, «bonito o de agradable aspecto»; y a persona, «de aspecto agradable por cierto atractivo físico, por su gracia o por su arreglo y cuidado». Así, decimos que un bebé, un vestido o un pisito son muy monos y no pasa nada. Otros calificativos zoológicos coloquiales aplicados a personas son «cerdo» (persona sucia o lujuriosa), «burro» (persona bruta e incivil), «rata» (persona tacaña), «gusano» o «sabandija» (persona vil y despreciable), «lince» (persona aguda, sagaz), «camello» (vendedor de droga al por menor), «foca» o «cachalote» (persona obesa), «besugo» o «merluzo» (persona torpe o necia), «cabra» (persona alocada), «tiburón» (persona ambiciosa sin escrúpulos) «buitre» (que se ceba en la desgracia ajena), «víbora» (persona con malas intenciones), «loro» (mujer vieja y fea), «ganso» (persona patosa que presume de graciosa), el genérico «bicho» (mala persona), «gallina» (persona cobarde y pusilánime) y bastantes más.
El simio es el animal más parecido al ser humano. Independientemente del color de nuestra piel, es nuestro primo hermano, con el que compartimos el 99% de la secuencia básica del ADN, mucho más que con cualquiera de los citados. Por tanto, que llamar mono a alguien sea social y penalmente mucho más grave que decirle cabrón, zorra, borrico o mosquita muerta solo puede entenderse desde los prejuicios ideológicos de la corrección política que amenaza con convertirnos a todos en borregos y borregas («persona que se somete gregaria o dócilmente a la voluntad ajena»), sometidos a la dictadura de una manada de zorros y zorras («persona muy taimada, astuta y solapada, que afecta simpleza e insulsez, especialmente por no trabajar») empeñados en imponernos su censura neoinquisitorial.