La adivinación

—Buenas tardes.

El abogado es un cincuentón bajito, tripudo, de sudor fácil y con cuatro pelos lacios repeinados sobre la calva. Su llamativa montura de pasta verde podría redimir su imagen si no fuera porque apesta a una mezcla de tabaco y perfume de anuncio susurrante en inglés con el que procura disimularlo.  

—Por favor, señora, tome asiento.

La señora tiene cuarenta y tantos, puede que cincuenta, está algo rellenita, luce una melena demasiado azabache y un exuberante busto embutido en un vestido oscuro con un amplio escote en uve que atrapa desde el principio la mirada del abogado en el canalillo. Cruza las piernas y descansa las manos sobre el falso louis vuitton acomodado en el regazo.

—Gracias, muy amable.

El abogado carraspea, se ajusta el puente en lo alto de la napia, cruza los brazos sobre la mesa, se arrellana en un sillón con aspecto de trono medieval y deja escapar un resignado «pues usted dirá» sin perder de vista el canalillo.

—Como ya le adelanté por teléfono, quiero demandar al gobierno.

—Ya, sí, correcto, pero no me dijo por qué, y antes que nada, ¿a qué gobierno? ¿de la nación?, ¿regional?, ¿municipal? Es que como tenemos tantos, ¡je, je!

La señora no le sonríe la gracia. Cree que se está mofando pero no se arredra. Iba avisada sobre el personaje, «un impresentable», pero el único picapleitos de la ciudad que aceptaría su caso. Se despega del respaldo y replica con sequedad.

—Al de España, por supuesto. Y le agradecería que dejara de mirarme la pechuga.  

            El abogado finge ponerse muy serio y a pesar de sus muchas tablas balbucea sin encontrar una excusa ni medio convincente.

—Señora, por favor, yo… no pensará de verdad… 

—Está bien, si le parece vayamos al grano.

—Por supuesto, claro, la escucho.

La señora lo mira a los ojos, inspira hondo y dispara.

—Mi marido falleció hace dos semanas por culpa del gobierno y quiero que lo paguen.

Marido muerto y pagar sonaban bien y el abogado empieza a sentirse cómodo con su nueva clienta.

—Ante todo, lo siento mucho, le acompaño en el sentimiento. Dígame, ¿cómo sucedió?

—Aquella mañana temprano salió a la calle y mientras cruzaba el paso de cebra un vehículo a toda velocidad lo lanzó como un pelele un montón de metros. Fue brutal. Los de la ambulancia dijeron que debió de  morir en el acto.

La mujer aún se emociona cada vez que verbaliza su tragedia. Comienza a sollozar y el abogado se incorpora para ofrecerle un pañuelo de celulosa con la esperanza de profundizar la exploración de su busto aprovechando la ventajosa perspectiva. Ella lo acepta, se suena y espera la previsible respuesta del abogado.

—Comprendo, fue un vehículo oficial, no me extraña, hay miles circulando y para ellos no existen las normas de circulación, para eso son el gobierno, ¿no es eso?

—Pues no, señor. Era una furgoneta de reparto de pan.

—Ya, esos también van siempre a toda pastilla, pero entonces señora, ¿qué tuvo que ver el gobierno… de España, en ese accidente?

—Es una larga historia que le tengo que contar.

El abogado suspira, se repanchinga en su trono, consulta el rolex falso con disimulo y apoya las palmas sobre la carpeta de cuero repujado.

—Soy todo oídos.

La señora busca algo distinto del rostro de su interlocutor donde fijar la vista durante los siguientes minutos. Lo encuentra en un título académico colgado algo torcido detrás de su cabeza y comienza su narración.

—En las fiestas de septiembre pasado nos dimos una vuelta por el ferial, como todos los años. No tenemos hijos pero vamos siempre porque nos gusta ver el ambiente, comernos unos churros y al menos a mí dar una vuelta por los puestos de los negros, ya sabe.

El abogado sonríe satisfecho al oír «negros» y levanta sus cejas en dirección al bolso de imitación que la señora custodia en su regazo. Ella continúa sin retirar la mirada del cuadro.

—A la feria siempre viene lo mismo pero este año hubo como novedad una vidente que por diez euros adivina el porvenir. Yo no creo en esas tonterías pero mi marido, para que se haga usted idea, lo primero que hacía antes incluso de desayunar era consultar su horóscopo del día. Siempre se las apañaba para darle la razón a cosas como «el estrés es la causa de su malestar», «debe preocuparse más por su economía», «conocerá a nuevas personas interesantes» y todas esas vaguedades. Evitaba pasar bajo una escalera o levantarse con el pie izquierdo, le horrorizaba derramar sal y no salía de casa los martes y trece. Una madrugada le sorprendí viendo uno de esos programas de adivinos que cobran por llamada, quería saber nada menos que el número ganador de la primitiva, hace falta ser… bueno, que el pobre está muerto, descanse en paz.

            El abogado se revuelve en su trono. Va a decir algo pero la señora se adelanta.

—Ya lo sé, le pido un poco de paciencia, es para que entienda que no pude evitar que mi marido acabase entrando en la especie de jaima donde una mujer disfrazada de zíngara le leyó el porvenir con el… tarot, se dice, ¿no?

El abogado asiente con la cabeza y consulta otra vez su reloj de pulsera, ya sin disimulo. La señora comprende que se agota la paciencia y acelera el discurso.

—Se lo resumo. Aquella mujer le predijo tres cosas. La primera, que su familia estaba a punto de crecer, y la segunda, que recibiría un ingreso extra en su cuenta corriente. Luego le cuento la tercera. Pocos días después la nuera de su hermano dio a luz y Hacienda le devolvió la declaración de la renta. 

El abogado sonríe mientras cabecea. 

—Sé lo que está pensando, y es normal. A la mujer de mi sobrino ya le tocaba dar a luz porque llevaba más de nueve meses embarazada y lo de Hacienda lo estaba esperando, pero, ¿cómo lo sabía ella? Así que mi marido, por supuesto, se tragó la tercera adivinación.

La señora guarda silencio y el abogado carraspea. A qué tanto suspense.

—¿A saber?

—Cuando la mujer sacó la tercera carta lanzó un grito de horror que si no fue auténtico es muy buena actriz. No quería decirnos lo que había visto y toda nerviosa nos pidió que nos fuésemos. Mi marido se encaró con ella, la llamó estafadora y entonces ella quiso devolverle el dinero pero el muy estúpido lo rechazó y exigió su tercera profecía. Ella respiró hondo, le contestó «usted lo ha querido, señor»,  y le anunció que pronto moriría de forma violenta…

—¡Qué barbaridad! —interrumpe el abogado.

—… justo antes del amanecer.

—Justo antes del amanecer… —repite el abogado con la mirada desenfocada, como ante un acertijo que debía resolver. 

La señora asiente con la cabeza, respira profundamente con los ojos cerrados y continúa su relato hasta el final.

—Los trece días, o mejor dicho, las trece noches que transcurrieron hasta el atropello fueron un infierno, y lo seguirían siendo si mi marido no hubiese muerto. Como le digo, se lo creyó todo a pies juntillas y no hubo forma de convencerle de que la sesión de tarot solo fue una farsa, aunque de muy mal gusto. Se puso tan nervioso que comenzó a tomarse mis tranquilizantes, pero de tres en tres. Aún no se lo he dicho pero él era taxista, autónomo, supongo que sabe lo que significa, doce horas diarias al volante para hacer frente a tantos gastos, el préstamo de la licencia, el diesel, la cuota de la Seguridad Social, el mantenimiento y demás. Bien, pues a partir de la pitonisa dejó de acostarse después de cenar. Se pasaba las noches despierto, esperando ansioso la hora del amanecer con el teléfono a un clic de marcar el 112 en la mano. No lo hacía asomado a la ventana, claro, y no solo porque vivimos en un primero con orientación poniente. Ya sabe que el móvil da la hora exacta de la salida del sol y cuando llegaba ese momento respiraba, se ponía ciego de comer y se acostaba hasta las dos o las tres de la tarde. Así que su jornada laboral se limitaba a unas pocas horas porque en cuanto empezaba a oscurecer volvía a refugiarse en casa y al día siguiente lo mismo. Era de locos y en unas semanas aquello nos conduciría a la ruina, pero sobre todo, y siguiendo la lógica del absurdo, ¿quiere decirme qué muerte violenta podía sufrir una persona acurrucada toda la noche en el sofá de su cuarto de estar, como no fuese que en un arrebato de lucidez su mujer lo acuchillara?

—Señora, discúlpeme pero llevamos un buen rato y todavía no me ha dicho qué demonios pinta el gobierno en este caso, mire, tengo una vista en el juzgado dentro de una hora escasa así que le ruego que…

El abogado abrió un cajón de su mesa, sacó un cigarrillo electrónico y, «espero que no le moleste», se puso a vapear y aprovechó la humareda entre sus gafas verdes y el canalillo de la señora para echarle otro vistazo furtivo.

—Perdone, ya termino. La noche del 25 al 26 de marzo pasado, como todas las anteriores, mi marido la pasó en vela hasta las siete y cuarenta que señalaba su móvil para la salida del sol. Cuando pasó la hora fue a prepararse el desayuno pero no quedaban naranjas y como no puede pasarse sin el zumo se vistió para salir y comprarlas en el súper que tenemos justo enfrente de casa y no cierra nunca. El semáforo estaba verde para él pero llegó aquella furgoneta y se lo llevó por delante.

El abogado devuelve el falso cigarrillo al cajón, se ajusta las gafas y por primera vez mira a la mujer directamente a los ojos.

—¿Y?

—Pues que cuando ocurrió el accidente no eran las ocho menos diez sino las siete menos diez. Esa noche adelantaron la hora pero fatalmente ni mi marido ni desde luego yo nos dimos cuenta, así que se echó a la calle justo antes del amanecer oficial. Y ¿quién es el responsable de ese cambio? El maldito gobierno. Así que son ellos los que me han dejado viuda, y ya me dirá usted de qué vivo yo ahora. Yo creo que el asunto está bastante claro y que podemos ganar el pleito, ¿verdad?

Al abogado se le descuelga el belfo y mientras tamborilea sobre la mesa piensa que creía haberlo oído todo en aquel despacho y se dispone a despedir a la señora con cajas destempladas pero antes le pega un repaso descarado a su espetera. Ya no le importa que ella se dé cuenta y además es lo único que le va a sacar al caso porque la primera consulta es gratuita.