Hijoputas

“En los últimos tiempos la sección negra del periódico se nutre de crímenes múltiples con frecuencia creciente en inversa proporción al espanto que las tremebundas crónicas producen en el ánimo de un informando menos impresionable cada día de nueva masacre. Típicamente estas matanzas civiles presentan las siguientes características comunes:

  1. una sola persona liquida a varias
  2. inesperada e inexplicablemente
  3. a la vez o en un breve espacio de tiempo
  4. para acto seguido entregarse o intentar matarse también (con éxito a veces)

Pero la necesidad de hallar en medio de la negrura un mínimo haz de luz que alivie las buenas conciencias golpeadas por estos hechos horrendos exige un análisis más profundo de estas circunstancias: 

  1. El espantoso crimen suele ser el fruto de una decisión individual, generalmente premeditada: se sabe a por quién se va.
  2. El mayor horror es aquél cuya causa desconocemos. Por ello nos alivia conocer que nuestro asesino múltiple era un desequilibrado, un enfermo mental en manos de la misma fatalidad que desencadena las catástrofes naturales contra las que no es posible luchar. Pero en cambio nos llena de espanto cuando los expertos en mentes enfermas dictaminan que el despiadado y sanguinario plurihomicida es un individuo “normal”.
  3. Las víctimas se encuentran en un entorno físico cercano; en otras palabras, son conocidos por el asesino: familiares, compañeros o conciudadanos. Es la gran diferencia con los llamados asesinos en serie, los cuales acostumbran a escoger sus víctimas al azar y a espaciar los asesinatos en el tiempo.
  4. La entrega voluntaria es un argumento a favor de la integridad mental y además la confesión suele permitir el esclarecimiento del móvil. Es, por tanto, un desenlace más tranquilizador para la atemorizada sociedad, espectadora de la tragedia. Pero cuando el titular es del estilo de “mata a cinco personas y se suicida después” (obviamente; no va a ser antes, ¿verdad?), la dimensión del drama parece duplicarse.

Centremos ahora nuestra atención sedienta de respuestas en esta última situación, la del asesino que emprende voluntariamente el descenso a los infiernos después de haberse llevado violentamente por delante a un puñado de semejantes. Cuando los protagonistas de estas dramáticas historias dejan notas explicativas no hay nada que conjeturar. Pero cuando no lo hacen, y esto sucede la mayoría de las veces, las alternativas de hipótesis de la desgracia es la siguiente:

  1. Ataque de locura = matanza irracional. Puede seguirse de autolisis igualmente irracional o, en el caso de recuperar la cordura, de entrega o de suicidio autopunitivo.
  2. Plan premeditado = matanza selectiva. Seguida también de entrega o de suicidio deliberado.

Es posible que en algunos casos la autoliquidación (esto sí que lo es y no lo de Hacienda) del monstruo pueda deberse a ese repentino impulso autopunitivo, pero en la mayoría parece formar parte del mismo premeditado plan: me los cargo y luego me mato. Es esta posibilidad la más terrible, pero al mismo tiempo la más fascinante. 

Con la prudencia que exige toda conjetura, parece no obstante lícito suponer que el móvil de estos individuos no sea el asesinato, sino el suicidio. No es que matarse sea el precio que hayan de pagar por matar, sino que, más bien al contrario, aprovechan su abandono voluntario del mundo para cepillarse a unos cuantos. Partiendo de que si muchas veces no se mata es sólo porque está perseguido y severamente castigado, una vez esfumado el peso de la responsabilidad moral y legal por desaparición física del responsable, dar muerte con absoluta impunidad puede resultar un auténtico placer. Produce escalofríos intentar siquiera introducirse en la mente de una persona armada hasta los dientes en busca de sus víctimas sabiendo que nada tiene que temer, puesto que aquello que los humanos más temen, la muerte, le sobrevendrá inmediatamente después de dar por terminada la carnicería y por su propia mano, además.”

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Cuando hace unos meses perdí de golpe a mis dos seres queridos dudé entre quitarme la vida (aprovechando antes la excelente oportunidad de llevarme por delante a media docena de hijoputas con total impunidad) o sobrevivir procurando el bien en memoria de mi compañera y de nuestra hijita. Yo vivía por y para ellas, de manera que una vez desaparecidas ya no tenía sentido continuar existiendo. Lo de liquidar a un puñado de indeseables era una atractiva tentación. Decenas de años de anodina presencia en esta ciudad podrían redimirse retirando de sus calles algo de su peor basura. Una modesta contribución a la mejora de la aldea global, sin duda. Pero piénsese en lo que sería de la humanidad si todos los mortales hiciéramos lo mismo. Así que en un principio me decidí por la segunda de las dos opciones y tracé un plan destinado a cargarme a media docena de individuos cuya desaparición mejorase de modo ostensible esa sociedad en cuyo seno hijoputean sin parar. 

La primera tarea, escoger las víctimas, era también el primer problema. Ojo, no encontrarlas, sino seleccionarlas. Seis hijoputas son muy pocos hijoputas. Tan sólo en esta ciudad se cuentan por centenares. Si volaran jamás veríamos el sol. Pero existen diversos grados de hijoputez y era preciso detectar a los más hijos de puta de todos. Y aquí residía la dificultad. No puedo pretender conocerlos a todos, así que tuve que limitar mi búsqueda obviamente al colectivo de bastardos que infestan mi medio social más inmediato. Aliviado por la reducción, me disponía a hacerlo cuando inesperadamente surgió una cuestión elemental. ¿Qué es un hijo de puta? Buena pregunta, vive Dios. Todos utilizamos continuamente este calificativo sin titubeos, pero, ¿cuáles son las características que inequívocamente debe presentar un ser humano para ser etiquetado certeramente como tal? El asunto tiene mucho interés porque, si bien no creo ni en Dios ni en el premio o castigo eternos siempre he tratado de conducirme por la vida con respeto hacia la justicia. Precisamente por no creer en la otra vida valoro mucho la terrenal. Que dígase lo que se diga tiene su media docena de buenos ratos que merecen ser vividos, de manera que nunca me perdonaría cepillarme a un inocente antes de que hubiera agotado su cupo. O, cuando menos, a alguien con menos méritos para dejar de existir. Menos hijoputa, para entendernos.

Lo cierto es que en esto de la hijoputez algo gordo falla. Se estará conmigo en que casi todas las personas consideramos que muchos semejantes son hijoputas redomados; sin embargo, nadie está dispuesto a admitir que lo es. ¿Entonces? ¿Cuál es la razón por la que los demás son unos hijos de put,a pero nosotros, faltaría más, de ninguna manera? Algo tendrá que ver la carencia colectiva y congénita de autocrítica de que adolece el grueso de la Humanidad. El vecino que perpetra bricolage durante nuestra siesta, la maruja en rebajas que nos aparca en doble fila o el gamberrete que alborota la noche del viernes son, desde luego, buenos ejemplos de hijoputas. Pero ¿quién no ha hecho todo eso o cosas peores en su vida sin la consciencia de estar comportándose como uno de ellos?

Así las cosas, me dispuse a elaborar una definición precisa y cabal del hijo de puta. Lo primero que hice fue abalanzarme sobre los diccionarios. Poca cosa: “persona de mala intención”, fue lo mejor que encontré. Tuve que mirar también eso de la mala intención, y este fue el resultado: “actitud moral o tendencia natural mala con que se obra”. ¿Eso es todo? La cosa se ponía fea. Y complicada. Porque yo pensaba que la conducta hijoputesca era menos abstracta, no sé, más… cotidiana. Por ejemplo: el humanoide con el mínimo de neuronas requeridas para sacarse el carné que después de acosarnos por el retrovisor termina adelantándonos en continua es un hijoputa como la copa de un piñonero. O no. Otro: el descerebrado vecinito que sacude el tabique común con su makina. Otro hijoputa, me refiero. O el que expulsa un asqueroso gargajo justo a nuestro paso por la vía pública. Valiente hijo de puta el escupidor. O el funcionario mala leche que nos maltrata en el mostrador.

Todos estos especimenes presentan un nivel de hijoputez que podríamos calificar de leve cuyo denominador común es el incivismo, la falta de respeto al prójimo, la mala educación. Obsérvese que lo que va saliendo son hijoputas del género masculino. Estos suelen ejercer su condición mediante hechos o actuaciones, siempre socialmente reprobables. Las mujeres es otra cosa. Habitualmente hay menos y a ellas casi nunca se les llamar hijaputas sino, preferentemente, cabronas. El femenino lo empleamos más bien para desahogarnos con objetos: la máquina expendedora de tabaco que nos escatima las vueltas, por ejemplo. Pero cuando una señora o señorita dan lugar se hacen merecedoras más bien de un rotundo hija de puta o hija de la gran puta. Son pocas pero de mayor grado. Una hija de puta es esa profesora que suspende siempre a todo Dios. Por ejemplo. O la compañera de trabajo insolidaria y egoísta que solo va a lo suyo, o esa doctora que se niega a prorrogarle la baja laboral al tipo más maula y con más jeta de su cupo. Como se ve, las damas pecan de hijoputez menos por obra que por pensamiento. En el nivel leve son más malas que la tiña y en todo caso peores que los hombres. Pero las cosas comienzan a cambiar cuando subimos el siguiente peldaño de la escala moral para situarnos a la altura de la hijoputez moderada, aunque ya preocupante.

Un hijoputa de segundo nivel ya no comete faltas sino delitos. Es el caso del constructor que nos exige un dinero “B” que nunca hemos poseído, pongo por caso. O el del industrial que contamina el río con sus vertidos ilegales. O del macho borracho que sacude a la parienta nada más regresar al establo. General (y afortunadamente) estos son los máximos niveles de hijoputez con los que podemos y solemos tropezarnos en nuestro entorno inmediato. En nuestra pequeña capital provinciana, en nuestro bloque de viviendas o en nuestro centro de trabajo hay digamos que bastantes hijoputas de estos. Los hijoputas de tercer grado o Superhijoputas ya son otra cosa. Bien por la gravedad de las fechorías que cometen o por su elevada categoría social, política o militar, los Grandes Hijos de Puta, absolutamente inaccesibles y eficazmente protegidos, suelen situarse fuera del alcance de los cañones recortados de un particular. Estoy refiriéndome al capo del narcotráfico, al sanguinario dictador, al pederasta asesino o al terrorista de coche bomba. Tenerlos a tiro y no disparar sería un nuevo crimen contra la Humanidad, por mucho que esté plagada de miríadas de hijoputas que no merecen protección sino castigo. Pero como en mi provinciana ciudad, insisto, sólo hay hijoputas de primer y segundo nivel, forzosamente tenía que escoger a cuatro o cinco de ellos para llevármelos por delante camino de mi reencuentro con mi mujer y mi pequeña. Y tracé mi plan.

Desde el principio tuve claro que prefería una acción más que rápida, fulminante. Nada de liquidación itinerante. Cierto que la media docena de mal nacidos que encabezaban mi ranking se hallaba dispersa por toda la ciudad, pero no era cosa de cargarse a uno, volver al coche y dirigirse al otro extremo a por el siguiente de la lista. Sería demasiado complicado y con alto riesgo de ser detenido antes de acabar el trabajo. Además, había muchas posibilidades de vaciar el cargador antes del tercer semáforo, dada la elevada concentración de hiujoputas motorizados que pululan por esta ciudad. Gracias a esta decisión salvaron el pellejo ejemplares de hijo de puta tales como el patrón que me puso en la calle, el inútil de picapleitos que aseguraba defenderme, el loquero matasanos que certificó mi salud mental y el magistrado que dio por bueno mi despido. Para cargármelos a los cuatro debía recorrer la ciudad de punta a punta, así que preferí escoger víctimas lo más próximas que fuera posible. Lo ideal era sorprenderlas en alguna reunión y así, ¡pim, pam, pum!, un puñado de hijoputas menos en cosa de segundos. Y luego, sin dar tiempo a la reacción, un último disparo y a correr junto a mis amores. Aunque el grado de hijoputez eliminado de este modo sería inferior sin duda al del fusilamiento selectivo, era lo más práctico, limpio y eficaz. Así que me puse manos a la obra.

La siguiente cuestión era dónde hallar una concentración de seres humanos con un nivel medio de hijoputez suficiente para merecer su borrado simultáneo de la faz terrestre acertando en todos los casos. Al principio pensé que averiguarlo me llevaría tiempo, pero me sorprendió la rapidez con que se fueron apelotonando las candidaturas en mi pobre cerebro. Pues esta pequeña ciudad está infestada de guaridas de funcionarios, cuevas de usureros, ruidosos locales nocturnos, sedes políticas y sindicales, claustros de profesores, centros de salud, juzgados, bufetes, clubs deportivos, asociaciones ciudadanas, comisarías y demás lugares en los que uno puede entrar disparando a diestro y siniestro con la seguridad de que la mayoría de las bajas eran hijoputas con pedigrí. Pero también podían caer inocentes. Demasiado indiscriminado. Así que hice un esfuerzo de selección hasta que al final logré identificar tres objetivos donde el margen de error podía ser mínimo: mi comunidad de vecinos, mi antiguo centro de trabajo y mi centro de salud mental.

Una vez descartado todo lo demás, lo que más me pedía el cuerpo era disparar contra la comunidad. Salvo la pareja de viejitos del sexto, que eran buena gente y además nunca acudía a las juntas, todos los demás eran una panda de hijoputas con aplastante mayoría del segundo nivel. El primer trabucazo sería para la presidenta, esa vieja zorra friolera que vetó mi parabólica por “atentado estético”, que es lo que es ella, con esa cara de bruja leprosa patéticamente maquillada. A continuación, dispararía contra mis queridos vecinos de al lado, un matrimonio de sordos sin hijos por sabiduría de la naturaleza que se pasan el puñetero día engullendo telebasura con el volumen a toda pastilla, los hijos de puta. Seguidamente le tocaría el turno a la cabrona de vieja de arriba que me tiene hasta los cojones con sacudir las migas de sus asquerosos comistrajos por la ventana y de regar sus putos geranios encima de mi terraza. Esperaba que no faltase a la reunión el hijoputa de mi vecino de plaza de garaje, que por más que le he rogado un poco de cuidado rara es la semana que no le da otro pique a mi coche con la puerta de su mierda de 4X4, para qué hostias querrá un 4X4 un imbécil incapaz de averiguar el resultado de esta multiplicación. Y si me quedaran arrestos y cartuchos me cargaría también a la pedorra del segundo, esa solterona zoófila que hace rugir a su perro todas las madrugadas. Sin perder de punto de mira al niñato de los de abajo, un alevín de hijoputa adicto al hard-rock y con menos educación todavía que el amante de la pedorra. ¡Dios! Si pudiera cepillármelos a todos… 

La reunión tuvo lugar en el lugar de costumbre, la oficina del administrador de fincas. Me había olvidado de ese hijoputa. También habría plomo para él, por inútil. Con un cuarto de hora de retraso para pillarlos a todos ya reunidos entré en la sala de reuniones, descubrí la escopeta que ocultaba con la gabardina y comencé a disparar. Se me debió de nublar la vista, o algo así, porque no puede ver nada. En realidad, no recuerdo nada. Sólo que entré y disparé. Eso es todo. Debí quedarme dormido, no sé cuanto tiempo, y desperté echado en el camastro de un calabozo. Entonces me contaron lo que había sucedido. Para mi defensor de oficio estaba claro: enajenación mental. Sólo eso explicaba que hubiese irrumpido en la junta de la comunidad de vecinos y hubiese disparado mortalmente contra una pareja de simpáticos viejecitos que nunca se metían con nadie, antes de ser reducido por los otros asistentes a la reunión. Mis antecedentes psiquátricos y la reciente pérdida de mi mujer y mi hijita eran claros atenuantes. Con un poco de suerte, en cuatro o cinco años a la calle. Yo no entendía bien lo que estaba sucediendo, pero lo más incomprensible de todo sucedió cuando me sacaron de la comisaría para introducirme en un furgón, camino de estos juzgados. Una chusma que llevaba horas apostada aguardando mi salida, hay que joderse los que no tienen nada que hacer, empezó a vociferar puños en alto: 

—¡Asesino! ¡cabrón! ¡hijo de puta!

¿Hijo de puta? De verdad que no lo entiendo. ¡Pero si los hijoputas eran precisamente ellos y por eso quería cargármelos! Usted me comprende, ¿verdad, señoría?