Sonata Patética

Título: Sonata Patética
Publicado por: Ochoa
Fecha de publicación: 2009
Páginas: 213
ISBN: 978-84-7359-607-7

En 2009 el Centro Riojano de Madrid me distinguió con su Premio a las Letras. Para celebrarlo, me animé a publicar una antología de mis relatos, la mayoría publicados en libros o publicaciones periódicas (El Péndulo, Revista Fábula) y algunos premiados pero otros inéditos, que titulé Sonata Patética.

Los relatos (25) son los siguientes: Un caso interesante, Paréntesis, La última voluntad del profesor Rabanera, Armonía, Duelo, La segunda vida de Paciano, Una noche sin estrellas, La confesión de agente Magariños, Vuelta, El tordo de Peciña, La mesa, La habitación cerrada, La carta, Logrono (Premio De Buena gente 1988), Sonata patética (que consta de cuatro relatos: La polca, El chocolate es amargo, Sobredosis y El hombre que sabía tocar un Adagio), Hombría, Cambio de vida, Carta a la Ministra de Educación, El libro más caro del mundo, Metamorfosis, No leer, peligro de muerte y El maestro.

 

 

 

* * *

DUELO

 

—Buenos días, oyentes de Radio Internacional o, mejor di­cho..­. ¡buenas noches! No, no se trata de una broma. Algo realmente extraordina­rio, un fenómeno sin precedentes en la historia, está suce­diendo ahí fuera. Cuando son las siete de la mañana, tratamos de despertarles a ustedes, como todos los días, para servirles las noticias más importan­tes del país y del mundo. Así pues, no se hagan los remolones si no ven colarse la luz por sus ventanas, porque la gran noticia de hoy lunes, veinticinco de junio, es en efecto más propia del día de los Santos Inocen­tes: no ha amanecido todavía. En breves instantes tendre­mos al habla al Director del In­stituto de Astrofísica para hablarnos de este aparente eclipse total de sol que nadie nos había anunciado. Mientras tanto, estos son los titulares de las otras noticias llegadas a nuestra redacción en las últimas horas... 

El presentador del informativo matutino más escuchado del país había recibido ya severas instrucciones de dar la noticia inexplicable sin el menor asomo de alarma en el tono, de un modo casi festivo, aunque era evidente que las autoridades habían admi­tido ya su impor­tancia al comenzar con ella el pro­grama. Para cuando los asombrados ciudadanos eran informados de aquél extraño suceso hacía ya horas que habían comenzado a llegar a los despa­chos más impor­tantes las apre­suradas y contradic­torias impresio­nes de científi­cos sobresaltados simultáneamente en varios observatorios del país. 

A muchas leguas de la gran ciudad, la única persona que no se había sorprendido al escuchar la noticia celebraba su última misa en el altar mayor de su parroquia, más sombría y fría que nunca. Completamente solo y a puerta cer­rada, a la luz de los candela­bros, vistiendo casulla morada, de espal­das y en latín, miraba continuamente de reojo hacia el mugriento ventanal en busca de la claridad que no llegaba, mientras mascullaba para sí las viejas y terribles palabras, casi olvidadas. 

 

-      Dies irae, dies illa, solvet saeclum in favilla...

 

El anciano sacerdote apenas había dormido una hora. Los trági­cos acontecimientos ocurridos en el pueblo el día ante­rior habían sido para él la experiencia más fuerte de su vida y, a juzgar por la expresión de su rostro mientras oraba, parecía que su salud siempre delicada no sería capaz de soportarla hasta el final.

 

                              - Quantus tremor est futurus, quando judex est venturus...

 

Llegado el momento de la comunión abrió el sagrario y comió las treinta formas que custodiaba, destinadas a otras tantas mujer­es que acudirían sin faltar ni una al funeral  corpore insepulto del pobre Teodoro, fijado para diez horas más tarde. En el pueblo había trein­ta y una mujeres pero a la Justa, la del difunto, no la contaba. Las viudas se quedaban siempre en casa, atendiendo a la gente y llo­rando al muerto hasta que los párpados enrojeci­dos se hinchasen tanto que impidieran ver el color de sus ojos. Hasta que los hombres viniesen a por él y se lo llevasen para siem­pre de la casa.

 

                        - Requiem aeternam dona eis Domine, et lux perpetua luceat eis...

 

            - ... pues verá, rotundamente no. No se trata de un eclipse total de sol porque esto lo sa­bríamos desde hace muchísimo tiempo. Los eclipses no se im­prov­isan, sabe usted, y los astrónomos sabemos cuáles se van a producir en los próximos ciento cincuenta años, por lo menos. Además, un eclipse total de sol no puede durar más de diez o doce minutos. No sabemos todavía qué es lo que le impide salir hoy al sol, pero un eclipse, desde luego, no.

 

            —No querrá usted decir, señor Director del Instituto Nacional de Astrofísica, que el sol no es que esté oculto por algo, sino que, sencillamente, no está ahí arriba, donde debe, ¿verdad?, ¡sería ridículo!.

 

El astrónomo, treinta y siete años vigilando día y noche un cielo que conocía mejor que la ciudad en la que vivía, incomodado más por la evidencia de su propia ignorancia que por la impertinencia del periodista, respondió a la pregunta  poniéndose a la defensiva.    

 

            —Mire, señor, ignoramos lo que está sucediendo, pero le aseguro a usted, y pongo mi prestigio profesional en juego, que un eclipse de sol no es visible más que desde una zona concreta de la corteza terrestre, muy pequeña en relación con su super­ficie total, y en estos momentos no hay ni un metro cuadrado en este planeta que esté recibiendo el menor rayo de sol. Es de noche aquí, en América y en las antípodas.

 

            —Muchas gracias, señor Director, y cuando son las siete y treinta y dos minutos pasamos ya a la información deportiva...

 

Los habitantes de la ciudad habían reanudado sus actividades cotidianas empujados por la pesada inercia de los días ante­riores, sin que la inaudita prolon­gación de la noche fuese un motivo lo suficientemente impor­tante como para alterar la rutina que cada nueva mañana.

 

            —¡Don Aurelio, abra... don Aurelio, don Aurelio...!

 

Alguien comenzó a aporrear la puerta de la iglesia desde el pequeño atrio, llamando a gritos al cura que en aquellos momentos extendía sus manos hacia los bancos vacíos sin apar­tar la mirada del ventanuco tras del que la noche interminable continua­ba.

 

            - Ite, misa est...

 

Luego se volvió hacia el altar, hizo una solemne reverencia y se retiró por el lado derecho del estrado en dirección a la sacristía. Los golpes procedentes del portalón retumbaban con insistencia en el lóbrego recinto, inusualmente frío para aquellas fechas del año. El párroco fue desprendiéndose de las sagradas vestiduras con la lentitud y esmero de costumbre y sólo después de apagar los cirios se dirigió a la salida del templo, donde su ama le aguardaba temblando de frío y excitación.

 

            —Don Aurelio, el forense y los del juzgado, ya están aquí, y dice que tiene prisa, que quiere acabar cuanto antes.

            —¡El forense!, vamos a escape, Matilde, que no lo toquen, por Dios, ¡que no lo toquen!.

 

En medio de la completa oscuridad era imposible distinguir las negras figuras del cura y la beata atravesando a buen paso la plazoleta de la Iglesia. Sólo el instinto podía guiarles sin tropiezos por entre las callejuelas empedradas hasta la casa de Teodoro. Eran como dos murciélagos volando a ras de tierra con total seguridad entre las t­inieblas. El cura miraba hacia el cielo estrellado sin detenerse y se santiguaba una y otra vez mientras susurraba letanías casi inconscientemente. 

 

* * * * *

 

            —... y concluímos la información meteorológica con la previsión de nuevas tormentas vespertinas, sobre todo en las zonas montañosas. Les recordamos que un hombre murió ayer al ser alcanzado por un rayo en el transcurso de una de estas fuertes descargas... Precisamente entra en estos momentos en nuestro estudio el Secretario de Estado para Asuntos Interio­res, que sin duda traerá consigo la explicación a este extraño fenómeno del que no recuerdan algo parecido ni nuestros bisa­buelos. Buenos días, señor Secretario, y bienvenido, cuando son las siete horas y cuarenta y cinco minutos...

 

 

Para entonces, la mayoría de los ciudadanos se había dado cuenta ya de que algo anómalo les esperaba más allá de la puerta blindada. Afortunadamente para ellos, no podían con­templar el rostro descompuesto y sin asear del hombre encar­gado de controlar constantemente todo cuanto sucedía en el Estado. Cuando el periodista le hizo la pregunta convenida de antemano comenzó a balbucir, pues no estaba acostumbrado ni a improvisar ni a ser sorprendido por ningún acontecimiento sobre el que no existiera al menos una mínima sospecha previa.

 

            — ...bueno, no hay que alarmarse, parece, parece que se trata de un desviación imprevista en el trayecto de un... en el trayecto de un meteorito, produciendo un eclipse inespera­do, suele.... suele suceder, raramente, pero no es la primera vez... lo que más extraña al parecer a los astrónomos no es que no haya sol, sino que... no hay luna, o sea, que... bueno, el sol está oculto, de acuerdo, pero debería... debería refle­jarse en… en la luna, ¿no?, pues bien, estos días toca luna llena y... tampoco, tampoco...  tenemos luna. Por otra parte, parece que les llama mucho la atención el crepúsculo de ayer tarde... en algunos lugares del mundo fue de un rojo... espectacular, jamás se había visto algo así. Y, bueno, esto es todo lo que puedo decirles, sabemos lo mismo que saben en estos momentos en el Pentágono, para que se haga usted una idea. Mi departa­mento les tendrá informados en todo momento, muchas gracias.

 

* * * * *

 

            —Ya sé que tiene usted una orden del señor juez, pero le ruego que no le haga la autopsia. Por favor, no hasta que hable con el señor Obispo, se lo suplico a usted, es muy grave lo que ha sucedido y...

           —¡Pero bueno!, lo que me faltaba, pedirle permiso al obispo para hacer una autopsia. Mire, padre, no sé lo que ha pasado ni me importa, pero yo tengo que abrirle la tripa al muerto cuanto antes porque dentro de una hora tendré un montón de vivos esperándome en la consulta, sabe usted. O qué pasa, ¿me los va a visitar su obispo acaso?. Venga, padre, vaya usted a consolar a la viuda, que es su trabajo, y deje que yo haga el mío. Bastante desagradable resulta venir dos veces a la misma casa en menos de un mes. Venga, Floren, échame a las mujeres y acércame el maletí­n. Andando.

 

Bajo la aparente tosquedad del médico se ocultaba la desazón que le producía el extraño fenómeno de la inexistente mañana. La noticia del eclipse o lo que fuese le había sorprendido en el coche, camino del pueblo, y la incredulidad inicial fue dando paso sucesivamente al asombro primero, la preocupación después y, finalmente, el miedo.

 

            —También, ya es mala suerte, ¿eh, Floren?. Primero el hijo y a las cuatro semanas escasas el padre. Hay gente que nace estrellada... Claro que, a quién se le ocurre salir a cazar amenazando tormenta como estaba.

            —Por lo visto el mismo padre vio cómo la sinfín enganchaba al muchacho... catorce años, hijo único, ¡bah!, la vida es una mierda, don Antonio. Creo que el pobre hombre se volvió loco, empezó a pegar tiros por las noches encima del tejado de la casa, y a decir barbaridades. Dicen que por lo visto empezó a beber como un cosaco…

            —¿Te extraña? Ponte en su lugar... ¡catorce años! Y lo orgulloso que estaba su padre, que ya hasta le ayudaba a sacar el espárrago. Bueno, terminemos cuanto antes. ¡Si hace hasta frío!, parece mentira, en estas fechas. Será por el dichoso eclipse, si no tú me dirás, casi en julio... 

            —Lo que le ha pasado a este pobre se llama fulminación, ¿verdad, don Antonio?

            —Fulguración, Floren, ful-gu-ra-ción, o sea, caída de un rayo.

            —Eso quería decir, don Antonio. Van a ser y media, ¿pongo las noticias?

            —Sí, anda, a ver si sale el sol de una puñetera vez. Venga, bisturí. 

 

* * * * *

 

            —Consuelito, date prisa hija, por favor, ponme con el Obispado. Es el veintidós treintaisiete doce. Treintaisiete, doce. Es muy urgente. 

            —Ya lo intento, don Aurelio, pero no para de comuni­car... a estas horas... bueno, qué digo, si son las nueve menos cuarto, es que con eso del eclipse nos parece que aún no ha amanecido. A ver... qué barbaridad, si tengo los dedos entumecidos de frío, usted cree que esto es normal, ayer San Juan y esta temperatura. Marcando el veintidós treintaisiete doce, a ver si nos cogen...

 

El anciano párroco del pueblo no tenía frío. Sudaba y notaba un calor por dentro, como un fuego que se transparentaba a través de su piel deshidratada y pálida. Tenía que hablar con el señor Obispo y contárselo todo. Debía haber­lo hecho la víspera, la misma tarde en que Teodoro marchó eras arriba con la escopeta cargada y el odio anulando sus cinco sentidos. Sólo el convencimiento a medias de que ni el mismí­simo obispo podría haber imaginado las consecuencias de aque­lla locura procuraba cierto consuelo a su atormentado espíritu.

 

* * * * *

 

            —Continúa el eclipse de sol y observatorios de todo el mundo coinciden en señalar la existencia de un enfriamiento uniforme de la atmósfera del planeta calculado en cinco grados como consecuencia de la ausencia del sol. Señor Director del Instituto de Astrofísica, de continuar esta situación du­rante... pongamos doce horas, ¿cabe esperar un enfriamiento progresivo de la superficie terráquea?. ¿Qué otras consecuen­cias pueden producirse a corto plazo?.

* * * * * 

 

            —¡Qué raro!, nunca he visto nada igual...

            —¿El qué, don Antonio?

            —No hay quemaduras por ninguna parte de su piel, sal­vo...

            —¿Salvo?

            —¡Los ojos!. Tiene los globos oculares abrasados, prác­ti­camente derretidos, pero... el rayo... no es posible. ¡Dios santo!, pero... ¿qué han visto estos ojos?, mira...

            —Ay, don Antonio, ciérreselos, por Dios, qué impresión.

            _¿Sabes lo que te digo, Floren?

            —Pues no...

            —Paro cardíaco

            —¿Qué?

          —Que pongas paro cardíaco. No sé de qué se ha muerto, pero te aseguro que a éste no le ha alcanzado ningún rayo. Y yo seré ignorante, pero no mentiroso. Vámonos ya, que me estoy poniendo nervioso. A ver si está por ahí fuera el cura, me parece que ese sabe algo de este asunto tan raro.

 

* * * * *

 

            —Al habla el obispado, don Aurelio. Por la uno.

            —¡Por fin!. ¿Oiga?, soy el párroco de Villamón, necesito hablar con el señor Obispo, es muy urgente... ¿cómo?... ¡pero eso no puede ser!... perdone, es que, es muy importante, déme el número de esa delegación del gobierno, por favor... ¿qué?, ¿que no lo sabe?... alabado sea el Señor...

            —Don Aurelio, no deje caer el auricular así, que se rompe, ¡ay!, este hombre…

 

El cura pidió perdón a la empleada con el gesto y salió del locutorio abatido, secando el sudor de su cuello con un moque­ro arrugado que extrajo de uno de los bolsillos de la sotana raída y salpicada de brillos y chocolate de cien meriendas. En aquel preciso instante supo que la lucha había terminado para él. Años atrás habría llorado, para desahogarse, pero era demasiado viejo para eso. Ya sin prisa tomó el camino de la iglesia, dispuesto a encer­rarse en ella y rezar hasta que las fuerzas le abandonaran. Un gran sentimien­to de culpa le oprimía el corazón desgastado. No en vano domingo tras domin­go, desde el púlpito, había repetido las mismas palabras durante más de treinta años: nada sucede si no es voluntad de Dios, las cosas ocurren porque Dios lo quiere, aunque no nos gusten o no las compren­damos. Incluso la sequía. Incluso el pedrisco. Incluso... la muerte de un muchacho de catorce años ante los aterra­dos de su padre. 

 

            —Ave María Purísima

            —Sin pecado concebida

            —Don Aurelio, soy Teodoro...

            —¿Tú por aquí?, ¿ es que quieres confesarte?

            —No, vengo a que usted me diga donde está él

            —¿Quién, hijo?

            —Dios. 

            —¿Dios?, ¿Dios, dices?

            —Sí, don Aurelio, Dios digo. Ahora mismo va usté a decirme dónde está.

            —Hijo, ¿por qué me haces estas preguntas tan raras?

           —Don Aurelio, no me joda y dígame donde está         

            —Pero, Teodoro, ¡qué cosas tienes! Pues... está.... en todas partes... en el campo… en el pueblo… en el Cielo…, aquí mismo, entre nosotros...

            —Alguna vez tendrá que estarse quieto en un sitio, digo yo, y usté debe saberlo, así que dígamelo, don Aurelio, porque quiero echármelo a la cara.

           —¿Tú? ¿Quieres encontrarte con Dios? Y… ¿para qué, si se puede saber?

            —Voy a matarlo, padre.

 

El pobre cura agitaba sus manos fuertemente entrelazadas y mordía el interior de sus labios hasta hacerse sangre cada vez que recordaba la terri­ble confesión de Teodo­ro. A partir de aquél día cada atardecer, al volver del campo, el atormentado padre se acercaba al con­fesonario y formulaba la misma pregun­ta al pobre cura convertido en el más desdichado de los hombres.

 

 

            —Teodoro, por favor, no digas más eso, es un pecado espan­toso. El también vio morir a su Hijo, acepta la realidad y marcha en paz a tu casa, no hagas sufrir más aún a tu mujer.

            —Usté siempre dice que todas las cosas pasan porque Dios lo quiere, así que él me mató al hijo, y delante de su padre. Es cruel y pagará por ello. Dígame dónde se esconde, don Aurelio, y dejaré de venir a molestarle.

 

 

Día tras día el atribulado párroco recibió la misma ingrata visita, durante cuatro semanas. Un auténtico calvario que el buen hombre no creía merecer. La desesperación de Teodoro fue en aumento hasta que el día de su muerte, después de la entrevista en el confesonario, salió disparado de la iglesia, fué a su casa, cargó la escopeta y marchó monte arriba, sin dar explica­ciones ni a su mujer ni a los hom­bres con quienes se tropezó por el camino. Poco más tarde estalló una gran tormenta y al escampar su cuerpo yacía sin vida en el paraje de la Dehesa, mientras un gran sol rojo se ocultaba para siempre tras las montañas. 

 

Don Aurelio iba tan enfrascado en estas amargas meditaciones que no vio los faros encendidos del coche del forense atravesando la plazoleta camino de la ciudad. Cuando alcanzó el atrio de su iglesia abrió el portón y se encerró con llave en su interior. En medio de una oscuridad total se dirigió hasta el primer banco del lado de los hombres y cayó de rodillas en él como aplastado por el enorme peso de su secreto. Pues sólo él sabía que también Dios había muerto en aquél duelo espantoso que él no pudo evitar. Sin duda el mundo cami­naba hacia el caos y él no podía sino arro­dillarse y aguardar el fin como siempre había vivido, en completa soledad y rodeado de oscuri­dad y silencio. A los pocos minutos quedó profundamente dor­mido para siempre, con la cabeza reposando en unas manos cansadas de bautizar, bendecir y esparcir el aroma embriagador del incienso ante los féretros. Al otro lado del traga­lu­z del ábside reinaba también una noche eterna.