Con sinceridad: ¿alguna precampaña o campaña electoral, alguna encuesta de intención de voto, algún buzoneo de propaganda, algún cartel, alguna promesa de mejorar lo que no han mejorado si siguen mandando, alguna descalificación de candidatos rivales, algún bulo maligno o algún mitin ha decidido alguna vez su voto? ¿Usted pensaba votar a tal partido, pero una soflama mitinera logró que se decidiese por otro? ¿el próximo 28 de mayo apoyará a otro partido distinto del que pensaba hacerlo el 28 de enero? Si, como presumo, la gran mayoría de los convocados a las urnas ya tienen claro a quién o, mejor quizá, contra quién van a votar, o si piensan abstenerse, ¿para qué sirven, no ya una campaña electoral de dos semanas, sino una interminable e insoportable precampaña?
En este país eternamente dividido en dos bandos irreconciliables, además, las campañas electorales extraen lo peor de la clase política. No se trata de seducir al elector con propuestas o estrategias destinadas a mejorar las cosas, sino en destruir al adversario que pretende arrebatarles el poder y sus privilegios. Los mensajes preelectorales son pura propaganda basada en gran parte en falsedades y mentiras y los partidos se comportan como empresas que venden su producto ideológico en el mercado sin el control de calidad, la autenticidad ni la garantía que se le exige a un electrodoméstico. En campaña, todo vale: la promesa falsa a sabiendas, la manipulación de las cifras, la ocurrencia delirante, el balance tramposo, el insulto, la calumnia, la intolerancia, el odio…
Cuando veo imágenes de mítines me avergüenzan esas claques de presuntos asistentes, que en realidad son fieles seguidores, situados tras el amado líder como un retablo de autómatas programados para aplaudirlo cuando eleve el tono como señal para desencadenar la ovación. Por miedo al reventador, el precandidato Sánchez ha convertido los suyos (a los que el presidente Sánchez acude en avión oficial pretextando simulacros de visitas institucionales, como el jueves pasado en Logroño) en asambleas de su partido blindadas a puerta cerrada, arropado por simpatizantes, afiliados y cargos debidamente identificados, para dirigirse a los auténticos destinatarios de sus consignas, los telespectadores. La gente ya no va a los mítines, ahora te los meten en el cuarto de estar.
Desde 1977 solo he asistido a dos, uno lo dio Santiago Carrillo en el parque de los Enamorados y otro Manuel Fraga en el polideportivo Las Gaunas. La asistencia era libre y lo hice movido por el zoológico interés de contemplar de cerca y en vivo a dos grandes animales políticos de la Transición. Ninguno de los dos se ganó mi voto, como tampoco lo hará nadie este año, porque ya sé contra quién voy a votar y mi decisión es a prueba de mítines.