Un caso interesante

        

—Pasen, pasen sin miedo, ¡je!, vamos, no se queden ahí parados. Cierren, eso es, cierren la puerta y siéntense, ¡je!, esto es muy pequeño, ya lo sé, pero verán qué pronto nos acomodamos, sí, retiramos estos papeles… movemos esta silla… sí, muy bien, ayúdenme, eso es, así terminaremos antes, ¡je, je!

(Los tres jóvenes, casi niños, vestían batas blancas recién prestadas y replanchadas que despedían un tufo a ropero de monjas. El pequeño y desgarbado grupo lo formaban dos muchachos y una chica que penetraron en la habitación con las manos agarrotadas en el interior de los enormes bolsillos, mirando nerviosamente en todas direcciones tratando de evitar que sus ojos se encontrasen con los de aquel hombre por el que sentían tanta curiosidad como temor. Pero su hospitalario recibimiento no tardó en relajar la tensión de sus músculos y disipar la angustia de sus mentes, y mientras se afanaban en despejar el desorden, no dejaban ya de observar su cuerpo menudo y su histriónico comportamiento desprovistos de miedo, fascinados y casi contentos).

—¡No, no, eso  no!, por favor, démelo, no toque eso, señorita, se lo ruego…

(El hombre había gritado y los muchachos soltaron bruscamente la mesita que desplazaban hacia un rincón de la celda. Tras quedar paralizada unos instantes la chica se apresuró a entregar a su dueño la vieja muñequita de trapo con rostro de porcelana que había llamado su atención).

—Perdone, señorita, es que es, era… es de mi niñita, ¿sabe? Ella… ella la perdió en el viaje y yo, yo la conservo porque… es su juguete preferido, nunca… nunca se separaba de ella… pero, ¡siéntense!, esto ya es otra cosa, ¿verdad?, ¡je, je!, ya se lo dije, sí…

(Hizo sentar a la muchacha junto a él, sobre el camastro. Uno de los jóvenes lo hizo en la única silla que había y el otro permaneció de pie, apoyado en la puerta con los brazos cruzados. El hombre esperó a que terminaran de acomodarse frotándose las manos con insistencia, esforzándose en sonreír y asintiendo con la cabeza continuamente como si aprobara cada movimiento de sus huéspedes. Su mirada reflejaba la huella de un antiguo y despiadado sufrimiento y su deseo de agradar a su nuevo auditorio convertía su rostro en una tragicómica mueca. Los tres jóvenes guardaron un atento silencio, ávidos por conocer el relato que el misterioso personaje encerrado se disponía a narrar una vez más).

—Bien, supongo que quieren escucharlo desde el principio, como siempre. Ellos… ellos quieren que se lo cuente con todo detalle, ¿verdad? Pues escuchen con atención porque después seguramente les harán preguntas. Llevan años esperando que aporte un dato diferente, cualquier alteración de los hechos, el mínimo error… siempre esperan que me contradiga, que me confunda alguna vez. Pero eso no ocurrirá jamás porque no se trata de una invención sino de la verdad, inalterable gracias a mi memoria, mi excelente memoria. Todo está aquí, grabado en mi cerebro como una película intacta a pesar de los años que puedo ver cuantas veces quiera. Ustedes también van a creerme, ya lo verán.

(Había pronunciado las últimas palabras despacio, al tiempo que desaparecían de su rostro los gestos afectados dando paso a un nuevo semblante, más natural y digno de un ser humano dueño de sus pensamientos. Los principiantes advirtieron incluso un cambio en el tono de su voz, más apacible pero a la vez más segura que antes, y el apagamiento del brillo inicial de sus pequeños pero extraordinariamente expresivos ojos. Casi al mismo tiempo, los tres extrajeron de sus bolsillos un bloc y un lapicero y aguardaron el arranque de la narración).

—Sucedió el lunes dos de octubre del sesenta y cinco. Yo había pasado la noche intranquilo, despertándome a menudo como en todas las vísperas de un largo viaje. El amanecer me sorprendió asomado al balcón mientras ordenaba mentalmente el maletero del coche, ¡je!, ya saben, las maletas, las bolsas, los paquetes… un auténtico suplicio. A mí, ¿saben?, me gusta disfrutar las vacaciones al final del verano, cuando casi todos los demás ya lo han hecho. ¡Octubre! Tranquilidad, buen tiempo todavía y todo mucho más barato, aunque esto es lo de menos, claro. Aquel año logré convencer a mi mujer para acudir a un lugar de montaña. Yo lo prefiero a cualquier otro sitio, sí, disfruto mucho paseando sin prisa por el campo o el bosque, la vida sencilla y tranquila de los pueblos… Los niños protestaron porque preferían la playa, ¡je!, sí, mucho, pero enseguida se les olvidó, claro, son pequeños todavía, y muy revoltosos, pero… en el fondo son buenos, sí, muy buenos…).

(La mirada del hombre se perdió en el vacío, tratando de escrutar de nuevo en la oscuridad en busca del otro cabo suelto de una razón bruscamente rota años atrás. La estudiante dejó de tomar notas y se estremeció ante el repentino reavivamiento del fuego en los ojos del hombre al evocar a sus pequeños muertos).

—… en realidad mis vacaciones comenzaban el primer día del mes, pero aquel año cayó en domingo y, aunque perdía un día, preferí salir de viaje el lunes por la mañana. Habría menos circulación y luego, ¡je!, estaba el placer de cruzarse con todos camino del trabajo con cara de lunes, valía la pena perder dos y hasta tres días de vacaciones a cambio de vérsela y saludarles camino de la Sierra, ¡ja,ja!..

(Mientras los jóvenes reían contagiados de su malicia, el hombre los miraba con avidez refrotándose de nuevo las manos, satisfecho del infalible efecto obtenido con sus palabras. Luego se levantó y sin dejar de sonreír y restregarse las manos se acercó a la única ventana abierta en las paredes encorchadas de la minúscula habitación. A pesar de sus gruesos barrotes exteriores permitía contemplar una espléndida vista sobre la hermosa campiña revestida aquel atardecer con las galas ocres y amarillas del otoño por los rayos de un sol hinchado, melancólico, enfermo. Con la mirada fija en el horizonte, el hombre proseguiría su discurso ya sin interrupción, como si su actuación hasta ese momento fuese el ritualizado prólogo de su increíble relato).

—Era una hermosa mañana. El sol lucía bajo un cielo intensamente azul y,    gracias a la lluvia de la tarde anterior, el aire era tan limpio que podían divisarse        en la lejanía con nitidez las primeras nieves depositada sobre la cima de la Sierra. Nos pusimos en marcha muy temprano y enseguida me invadió una agradable sensación de libertad e incontenible alegría. Sentí que aquella risueña mañana de otoño temprano el aire transparente, el cielo, los montes, la lejana nieve, todo, todo me pertenecía. Nunca antes había experimentado nada igual y se lo dije a mi mujer, que iba sentada a mi lado. Pero ella, al igual que los niños medio tumbados en el asiento trasero, ya trataba de recuperar el sueño perdido por el madrugón. Yo protesté, como siempre: “no hemos hecho más que salir y ya estáis dormidos”, les decía bajito y sin enfadarme de verdad, naturalmente, y sin abrir los ojos ella sonreía y apretaba suavemente mi mano entre la suya y el volante. Como había previsto apenas había tráfico por aquella carretera y el placer de conducir por una carretera casi desierta aumentó mi bienestar. Para que la dicha fuera completa sólo faltaba la música, así que fui a encender la radio pero no había extraído la antena exterior. “La dichosa barrera estará echada, como siempre, aprovecharé entonces para sacarla”, pensé cuando faltaba poco para legar al paso a nivel del ferrocarril. Y así fue. Desde el otro extremo de la interminable recta pude ver a lo lejos cómo los largos brazos del paso parecían caer lentamente el uno sobre el otro hasta quedar cruzados durante cinco minutos, un auténtico fastidio.

Cuando llegamos al paso detuve el coche a escasos metros del primer madero pintado a rayas blancas y rojas. Nada más apearme sentí acercarse el inconfundible rumor de una locomotora de vapor aproximándose al cruce. Sin prestar atención al tres me puse a extraer la antena alojada en una aleta delantera, de espaldas a la barrera. El ruido fue aumentando hasta volverse ensordecedor cuando un fortísimo toque de silbato estalló justo cuando alcanzaba el paso a nivel. La sombra proyectada por la mole del hierro nos pasó por encima a gran velocidad y justo cuando acababa de extender la antena por completo me pareció escuchar como un grito desgarrado, una voz angustiada que me llamaba por mi nombre repetidamente. Me giré hacia el tren que ya se alejaba y a duras penas alcancé a distinguir la silueta de un hombre agitando alocadamente los brazos por una ventanilla del último vagón. El tren pasó tan rápido que en segundos los gritos fueron ininteligibles pero sentí que continuaba llamándome por mi nombre hasta que el tren desapareció en la lejanía. Me quedé perplejo, esforzándome en identificar al individuo que me había llamado a gritos. Aquello me pareció muy extraño porque… debido a mi profesión soy bastante conocido en la comarca, pero aquella voz… no era un saludo espontáneo, exagerado si acaso, de algún amigo o conocido. No. Era… era como una desesperada llamada pidiendo auxilio. Quien fuera, desde luego, se había excitado mucho al reconocerme. Incapaz de encontrar una respuesta regresé a mi viejo 1400 blanco. Mi esposa estaba despierta y cuando le conté lo sucedido sugirió varios nombres, restó importancia al asunto y volvió a entornar los ojos nada más girar la llave de contacto. Antes de arrancar reorienté el retrovisor para contemplar a mis pequeños. Los angelitos no se habían despertado y sus cabecitas descansaban la una sobre la otra… aquellas preciosas caritas tan dormidas, no volvería a verlas jamás, jamás, jamás…)

(Había pronunciado aquellas palabras tan duras pero al mismo tiempo tan tiernas con frialdad, sin exteriorizar emoción alguna, con un gesto que sólo expresaba perplejidad, la misma incomprensión de siempre ante el terrible hecho todavía inexplicable para él).

—No podría precisar cuánto tiempo transcurrió. Treinta, treinta y cinco, no más de cuarenta minutos durante los que el paisaje fue transformándose poco a poco desde la llanura hasta las estribaciones de la Sierra. El camino se volvió tortuoso y más estrecho, sobre todo, claro, cuando llegamos a la Hoz. A pesar de haberlo atravesado muchas veces, la belleza de ese desfiladero nunca deja de impresionarme. Atrapados entre una formidable pared caliza a un lado y el profundo barranco labrado por la furia de las aguas en el otro, los cinco kilómetros de peligroso trazado ofrecen a cambio un imponente espectáculo antes de abrirse de nuevo a las puertas del pintoresco pueblo bautizado por el río. Siempre que lo atravieso recuerdo las horas pasadas hundido hasta la cintura en aquellas inquietas aguas verduscas con la esperanza de capturar una de aquellas famosas truchas que hoy por desgracia han dejado de existir. Precisamente estaba distraído con tan agradables recuerdos cuando, en cuestión de segundos, ocurrió la tragedia. De pronto escuché los insistentes bocinazos de otro vehículo que se acercaba de forma alarmante por detrás del nuestro. En el retrovisor apareció un coche negro tratando de adelantar de modo imprudente, a gran velocidad en un tramo tan peligroso como aquél, desprovisto de visibilidad por la cercanía de una curva muy cerrada. Sin dejar de tocar el claxon, el coche negro logró situarse junto al nuestro y entonces uno de sus ocupante asomó medio cuerpo por la ventanilla trasera derecha y comenzó a gritar y gesticular aparatosamente sin que yo pudiera entender lo que decía entre la barahúnda de bocinazos y rugidos de motor. Parecía un demente dispuesto a saltar en cualquier momento. “¡Están locos! – grité-, ¡están locos, nos vamos a matar todos!”. Y, de repente, “¡el camión, el camión!”, gritó mi mujer, sobresaltada, zarandeándome deseperadamente, “¡por Dios, el camión!”… Miré al frente y vi horrorizado como una gran bola roja que se nos echaba encima. Debí pegar un volantazo a la derecha, entonces la bola desapareció de mi vista y en su lugar surgió en el parabrisas el verde esmeralda del río tras la maraña de ramas y arbustos contra la que acabamos estrellándonos… Pero lo más horrible de todo fue el espantoso silencio, la extraña sensación de haber sido arrancado violentamente del mundo, la pérdida momentánea de la noción del tiempo y el espacio, la irrupción en el horrendo vacío de la nada… Y después del rojo y del verde sólo recuerdo el blanco… Sobre la hierba arrasada, mis pequeños dormidos, sus cuerpecitos tendidos, cubiertos por una sábana blanca, muy blanca, para arropar sus sueños… ellos no se habían enterado de nada, menos mal, así no pudieron ver cuando introdujeron el cuerpo destrozado de su madre en la ambulancia… Sin saber cómo me encontré sentado frente a un hombre uniformado, en el interior de un furgón que se alejaba del espantoso lugar. Apenas pude entender lo que me decía pero por alguna razón yo debía volver a la ciudad, junto a mi esposa. Un enorme camión había volcado en la carretera, razón por la que estaría cortada durante varias horas, y sólo era posible regresar en ferrocarril, que debíamos tomar en el siguiente pueblo, pasado el desfiladero. Nada más llegar al apeadero llegó el tren y el agente me hizo subir con él al último vagón. De ese modo tan extraño e inesperado comenzaba mi regreso de unas vacaciones inexistentes. A través de la ventanilla contemplaba un paisaje muy diferente y sin embargo idéntico al que habíamos atravesado menos de una hora antes en dirección contraria. Los mismos sembrados, el mismo fondo lejano de colinas desnudas, el mismo soto junto al mismo río, la misma luz, el mismo aire, pero todo me resultaba diferente. Tuve la sensación de ser víctima de un perverso destino, regresar a casa tan pronto, en compañía de un desconocido y a bordo de un tren, que… de pronto disminuyó la velocidad como si fuera a detenerse, aunque faltaba bastante para llegar a la ciudad. Distraído de mis reflexiones, me incorporé para asomarme por la ventanilla con el fin de averiguar el motivo de la parada. “No se preocupe, no se va a parar, es que nos acercamos al paso a nivel y tiene que ir más despacio”, me explicó el hombre uniformado. Efectivamente, la locomotora se acercaba a la altura de la barrera roja y blanca ante la que se había detenido un coche que de lejos se parecía al mío. Entonces vi algo que me encogió el pecho hasta dejarme sin respiración. Un hombre se apeó del coche y se inclinó sobre el capó de espaldas a la barrera. El tren se acercó lo suficiente para comprobar horrorizado que lo que estaba haciendo aquel hombre era… extraer la antena, la antena de la radio, igual que … ¡el coche!, era un 1400 blanco igual que… ¡era el mío, mi coche, era yo, yo mismo sacando la antena… ¡Dios mío, tienen que creerme!, éramos yo, mi coche y mi familia, esa misma mañana temprano, detenidos ante la barrera… Era absurdo, una locura, pero me puse a gritar pronunciando mi propio nombre, agitando los brazos para llamar su atención, mi atención, pero él se volvió tarde, me volví tarde, sí, cuando ya el tren se alejaba del cruce. Enloquecido, me abalancé sobre la puerta del vagón que daba paso al balconcillo de cola, quería arrojarme en marcha, alcanzar el coche y avisar del peligro que corrían, que corríamos si reanudásemos el viaje… Pero fui violentamente desalojado por el policía y el revisor y obligado a sentarme entre ambos mientras no dejaba de gritar, maldecir y patalear imaginando la barrera levantándose y el coche reanudando su viaje hacia la muerte. Al final logré tranquilizarme y traté de recomponer mi mente, brutalmente golpeada por los acontecimientos, estrechamente vigilado por mis guardianes, que se cuchicheaban al oído y ladeaban la cabeza cuando trataba de explicarles lo que iba a suceder si no me permitían evitarlo. Para ello debía librarme de ellos y concebí un plan. Me hice el dormido y cuando el tren ya hacía su entrada en la estación de la ciudad, aprovechando que me habían dejado sólo, salí al balconcillo, salté al andén y corriendo como alma que lleva el diablo atravesé el vestíbulo y ya en la plazoleta me abalancé sobre un taxi. Su conductor resultó ser un conocido y sin detenerme en explicaciones le pedí que saliera pitando para la Sierra, lo que hizo sin rechistar. Ya en ruta inventé una historia que justificase tanta prisa: mi viaje de negocios había finalizado antes de lo previsto y mi familia había salido esa misma mañana hacia el hotel de montaña donde íbamos a pasar las vacaciones y en el que debía reunirme con ellos al día siguiente. Por muy poco no había llegado a tiempo pero su mujer conducía despacio y seguramente se encontrarían a pocos kilómetros de la ciudad, si se daba prisa podrían alcanzarlos antes del desfiladero… El pobre diablo se tragó el embuste y, haciendo suya la impaciencia, pisó el acelerador con entusiasmo. La carretera continuaba tan tranquila como un rato antes y el taxista condujo a la máxima velocidad posible. Lejos de recomendarle prudencia, yo le jaleaba,”¡más deprisa, más deprisa!”, en un estado de extrema excitación. Más que correr volaba, así que alcanzamos la entrada del desfiladero con la sensación de que aquel segundo viaje no habría durado ni la tercera parte que el primero. Al salir de una curva divisamos a lo lejos un coche desapareciendo en otra. “¡Allí están, son esos, ¿verdad?” exclamó el taxista cuando reapareció ante nosotros el punto blanco, “claro que sí, lo reconozco, es su 1400, jefe, ¡ja, ja!, qué lentas son estas mujeres conduciendo, verá qué pronto lo alcanzamos…” gritó eufórico pisando aún más a fondo el acelerador. Era temerario pero no sentía miedo ni trataba ya de encontrar una respuesta lógica al absurdo. No era momento de razonar, estaba el tiempo, más rápido que el vehículo más veloz, y había que ganarle la carrera porque el premio sería burlar a la muerte, cobardemente agazapada detrás de cada maldita curva del desfiladero. Fuimos acortando la distancia hasta que pude distinguir con claridad los números de la matrícula del coche al que perseguíamos como locos, Dios mío… ¡era la mía, mi coche, mis pequeños!, y la evidencia de un horror imposible me estremeció, pues la certeza era más espantosa aún que la sospecha. Entonces el taxista, sin dejar de dar bocinazos, dio un volantazo para intentar el adelantamiento. Cuando ambos coches estuvieron a la misma altura bajé la ventanilla y agitando los brazos empecé a gritar que debían detenerse inmediatamente, que corrían un grave riesgo, que apenas quedaba tiempo para evitar la catástrofe… nos pegamos tanto al coche blanco que le obligamos a acercarse demasiado al borde del barranco. Fue entonces cuando un camión rojo cargado de combustible surgió de la curva y se nos echó encima…

(El hombre se retiró de la ventana, levantó las manos con las palmas hacia arriba y dejó caer los brazos contra su cuerpo menudo. Completamente abatido y entre sollozos, se sentó en el camastro y durante un minuto infinito permaneció inmóvil, con el rostro desfigurado por el sufrimiento y la mirada perdida en el laberinto de su mente torturada. La patética imagen de un ser humano resignadamente desesperado, sofocado por la desdicha, destilando un llanto doloroso y cuerdo, inconsolable y profundamente conmovedor, era el invariable final de su impresionante relato. El misterio sin respuesta, la eterna espiral que varias veces en cada nuevo curso académico sacudía de modo inhumano los recuerdos de una mente estropeada, habían convertido la trágica existencia de aquel hombre lo que los profesores de psiquiatría denominaban con aséptica frialdad “un caso interesante”. De pronto alguien abrió la puerta de la celda y los estudiantes la abandonaron en silencio, sobrecogidos pero a la vez aliviados. Incapaces de articular palabra, recorrieron sin prisa el oscuro pasillo que conducía a la salida del viejo Hospital Universitario. Una de sus puertas daba acceso a la hemeroteca del centro, donde dormían bajo el polvo del olvido miles de periódicos y revistas. La página de sucesos de uno de los diarios, fechado el martes 3 de octubre de 1965, ofrecía la siguiente noticia:

“Gravísimo accidente de circulación. Ayer por la mañana, en la Hoz del Carrasco, se produjo el choque frontal de un camión cisterna contra un taxi ocupado por dos personas que perecieron carbonizadas. Según declaró el chofer del camión, que resultó ileso, la policía de tráfico, en el momento de la colisión el taxi efectuaba un peligroso adelantamiento a otro turismo donde viajaba una familia, resultado muertos en el acto dos niños de corta edad y con graves heridas su madre, que fallecería durante su traslado a un hospital. El padre y conductor de dicho vehículo sólo sufrió lesiones de escasa consideración. Aún no se ha podido identificar al cliente del taxi, aunque algunos testigos aseguran que lo tomó en la parada frente a la estación de ferrocarril de la ciudad nada más bajarse apresuradamente de un tren. Nadie, por el momento, ha reclamado sus irreconocibles restos).

(Un caso interesante fue mi primer relato, con el que obtuve un accésit en el XII Premio de Narraciones Breves «Antonio Machado» en 1988. Se presentaron más de 1700 relatos y otro de los accésits fue para el también escritor riojano Jesús Miguel Alonso Chávarri por su relato El ascenso del inspector Morales).