Un día más, justo antes de clarear, la escandalosa alarma del despertador rompió a sonar en medio del desván. Impelido por sus propias vibraciones, el viejo reloj colorado comenzó a desplazarse sobre la superficie de madera que le servía de estante. Parecía un gigantesco escarabajo enloquecido, correteando libremente por la minúscula vivienda, sumida aún en la oscuridad.
-Padre, despierta… es la hora, despierta, padre, ¡despierta!
Al fin tuvo que ser uno de los dos niños que compartían con el hombre el mismo techo inclinado, quien saltara de su camastro. Con el corazón acelerado por el susto, el muchacho llegó a tiempo para evitar la catastrófica caída del despertador.
-Padre… ¡padre!, las siete, que son ya las siete, despierta…
El hombre abrió al fin los ojos y se esforzó en ofrecer una sonrisa al muchacho que le estaba observando con gesto preocupado. Luego lanzó un interminable bostezo, prolongado por los entrecortados intentos de hablar.
-Ya voy, hijo… he descansado tan mal… anoche… llovió mucho…. me acosté tarde… ¿Y tu hermano?
-Está dormido. ¿Vas a ir también hoy a buscar trabajo, padre? -preguntó el primogénito del hombre con una seriedad impropia de su corta edad, como si estuviese representando un papel de adulto en una comedia de colegio.
-Claro, hijo, sólo que hoy, seguro que lo encontraré -prometió el hombre mientras se incorporaba, esforzándose en proporcionar a sus palabras una seguridad capaz de engañar al más avispado de los chiquillos-. Anda, acuéstate otra vez y cuida de tu hermano. Ahí os dejo el dinero para comer. Hasta la vuelta…
El hombre, que se llamaba Andric, se atusó los cabellos y se vistió con desgana en la penumbra. Antes de salir, se asomó a la claraboya para ver qué cara ofrecía la mañana. El cielo aparecía despejado y la atmósfera nítida, recién lavada por el agua de la intensa lluvia caída durante la noche. Un buen día para encontrar trabajo, pensó, pues había observado que, en aquella ciudad extraña, las personas se mostraban de buen humor cuando el sol resplandecía. Y se lanzó a la calle.
Un día más, mientras se dirigía a la boca del metro, Andric trató de convencerse de que, en el fondo, no estaba tan mal. Habían tenido suerte porque otros compatriotas, refugiados como él, se encontraban en situaciones infinitamente peores. Él y sus hijos, al menos, tenían un hogar. Un viejo desván, sí, pero una vivienda al fin y al cabo, con una cama y un techo. Era mucho más de lo que habían dejado atrás, un montón de escombros en medio de una aldea arrasada por el odio, la intolerancia y la barbarie. El desván, en realidad, era un cuarto trastero lleno de cajas y objetos inservibles en el que la familia Andric había sido alojada temporalmente, gracias a las gestiones de una organización humanitaria, en tanto lograban el ansiado contrato de trabajo que les permitiría legalizar su situación y permanecer en el país al que habían llegado huyendo de la destrucción y la muerte. Había hasta un antiquísimo piano vertical, olvidado por el propietario del desván, que utilizaban como anaquel, despensa y guardarropa. Sin embargo, gracias al viejo piano, Andric afrontaba la nueva jornada con una esperanza recién brotada en el corazón. La noche anterior había descubierto que todavía funcionaba y que podía convertirse en la salvación de aquella familia incompleta, desposeída y exiliada.
-No ponemos en duda que su documentación es correcta, señor… Andric, pero el título de Técnico Superior en… Colectivización Agraria, o como se llame, no está reconocido en nuestro país. No está homologado, no se puede ejercer aquí, vamos, que no existe esa profesión, ¿me comprende? Lo siento. Pero, dígame, ¿qué otra cosa sabe hacer usted?
Nada. Absolutamente nada. En el país en guerra de donde había logrado escapar junto con sus hijos, no le habían preparado para otra cosa. En el que lo había acogido, por tanto, no iba a ser de utilidad. Durante la semana larga que llevaba en la ciudad, no hacían más que preguntarle qué otra cosa sabía hacer. Su respuesta era siempre la misma: nada. Pero no era cierto del todo. El inmigrante balcánico que sobrevivía con sus hijos en un desván caritativamente cedido, había estudiado música en su infancia. Su propia madre, una maestra rural, le enseñó en el viejo piano de la escuela la magia de las notas, el secreto de los pentagramas, el misterio de las melodías que surgían de sus manitas cuando acariciaban el teclado. Durante el corto viaje en metro, aferrado al asidero del techo para no perder el equilibrio en los constantes arranques y frenazos, atrapado entre una muchedumbre de desconocidos que no se miraban a los ojos para, Andric se puso a recordar a su madre.
-Ama siempre a la música, hijo -le decía al finalizar cada lección- porque nunca encontrarás amante más fiel y generosa. Cuando te encuentres solo o te sientas desgraciado, acude a ella. La música te proporcionará siempre alivio, consuelo y compañía.
Las puertas automáticas se abrieron y el vagón que había trasladado a Andric hasta el corazón mismo de la gran ciudad vomitó en el andén a la muchedumbre entristecida y silenciosa que tanto se parecía a la que durante muchos años le había acompañado, camino del Ministerio de Agricultura. Era tan parecida que algunas mañanas, cuando aún no se había despabilado del todo, le parecía que aún se encontraba en su verdadera patria. La extraña sensación de irrealidad se esfumaba cuando la escalera mecánica que subía a los viajeros desde las catacumbas a la superficie como si fuesen autómatas, depositaba a Andric en el centro de la ciudad, un hervidero de ruidos, humos y prisas que lo atrapaba y devoraba como la araña al insecto recién caído en su trampa.
-Lo siento, pero… dígame, ¿sabe usted hacer otra cosa?
No. Nada. La esperanza de los primeros días en busca de trabajo fue debilitándose tras cada nueva negativa, hasta esfumarse casi por completo. Fue duro admitir que, en su nuevo país, la política de colectivizaciones era un fenómeno todavía más extraño y desconocido que su idioma, su atormentada historia o la nieve cubriéndolo todo durante cinco meses al año. El horror que se apoderó de Andric ante la posibilidad de regresar forzosamente a su país le inducía a pensar en cosas terribles. La muerte, antes la muerte, se decía mientras iba y venía de un lado para otro, intentándolo una vez más.
Pero aquella mañana había buenas razones para la ilusión. Estaba convencido de que sería su última peregrinación de oficina en oficina, de decepción en decepción. La noche anterior, enfermo de desesperación y movido quizá por un atávico instinto de supervivencia, Andric arrimó al piano el único asiento que había en el desván. Con mano temblorosa levantó la tapa y la luna llena, que observaba desde el otro lado de la claraboya, descubrió el teclado de marfil y ébano. Tras unos instantes de duda sus manos, como si tuviesen vida propia o fuesen las de otro, se dirigieron hacia el lado izquierdo de la escala pálida tendida de improviso entre la oscuridad de su alma y el tibio resplandor de la luna. La primera en encontrar acomodo fue la izquierda. El dedo meñique exploró los entrantes y salientes antes de posarse definitivamente sobre una de las invisibles teclitas de ébano y una vez localizada la principal referencia, la identificación de las demás fue cosa hecha. La correcta posición de la mano izquierda fue el punto de partida de un complejo proceso, dormido desde hacía décadas en algún recoveco de la mente de Andric, cuya capacidad de reproducción parecía mantenerse asombrosamente intacta. A continuación, la mano derecha se fue a su sitio sola, como el hermano pequeño sigue al mayor, confiando a ciegas. Andric cerró los ojos y en medio de la oscuridad se encontró con la tierna sonrisa de su madre. Casi sin darse cuenta, los dedos del pianista pulsaron las teclas sobre las que descansaban y del polvoriento instrumento brotó el primer compás de bellísima música y luego el segundo y el siguiente, hasta completar la primera frase. La melodía, hermosa, noble y tierna, comenzó a elevarse como el humo de la hoguera en medio de la calma. La música, dulce y delicada pero al mismo tiempo poderosa e intensa, escapó por la claraboya entreabierta, invadiendo la atmósfera de la noche abrileña como el olor del pequeño incensario es capaz de impregnar todo el aire contenido en la catedral más gigantesca. Transfigurado, con los ojos cerrados y como en éxtasis, casi inconsciente, Andric continuó interpretando el adagio cantabile de la Sonata Patética hasta el final, sin que el intérprete supiera qué era lo que estaba tocando. Más que un músico, Andric parecía un sonámbulo en pleno trance, un medium ejecutando una voluntad superior, inasequible y lejana.
La melodía continuó elevándose más y más, por encima de la humilde buhardilla, hasta sobreponerse a los confines del aire viciado que envolvía a la ciudad. Ascendió a través de la noche, traspasó la atmósfera entera, venció la atracción de la Tierra y se expandió en todas direcciones colmando de emoción al vacío eterno, sobrecogiendo a meteoritos, satélites, planetas y hasta galaxias enteras con su canto de grandeza y esperanza humanas nacidas de la desdicha. Y el universo, conmovido hasta en sus ignotos confines, se encogió de pura compasión, de ilimitado dolor, de congoja infinita. Las estrellas dejaron de brillar, las constelaciones se desdibujaron en el cielo, los ojos de la luna se empañaron, de todas partes surgieron nubarrones que cubrieron enseguida el cielo de la ciudad y una imprevista tormenta se abatió sobre ella. La noche se puso a llorar, tocada en lo más hondo de su misterio por las armonías de un adagio que un ser humano había compuesto para tutear al mismísimo Dios con el lenguaje de la música.
-Dígame, ¿qué sabe hacer usted?
-Pues verá, señor, toco el piano.
-¡Ah, músico!, está bien, hombre, pues precisamente por aquí necesitaban un pianista, o algo así… a ver… aquí está, eso es, un teclista, es lo mismo, ¿no? Hoy es su día de suerte, ¿eh?, mire, es un piano-bar, o algo así, ya sabe… aquí tiene la dirección. Buenos días, y ¡hala, a aporrear el piano!, sí señor…
Rebosante de ilusión, Andric se dirigió al lugar que le habían indicado en la oficina de colocaciones, un bar de copas para noctámbulos sin iluminación natural que apestaba a una irrespirable mezcla de sobaquina y tabaco. Cuando el individuo que lo regentaba, un tipo con la papada sin afeitar que respiraba con dificultad, le invitó a «tocar alguna cosilla», Andric cerró los ojos, se abandonó al recuerdo de su madre y el milagro de la noche anterior se reprodujo: las manos corrieron a su sitio con la misma seguridad que si efectuasen la maniobra cientos de veces cada día, y la música del más bello adagio beethoveniano transfiguró durante unos instantes aquel antro.
-Muy bien, está muy bien, pero aquí la gente no viene a dormir sino a divertirse. A ver, toca otra cosa más movida, más ligera… ¡más moderna, hombre!..
Casi una docena de tugurios recorrió Andric en una sola mañana, yendo de un extremo al otro de la ciudad con su adagio enredado en unas manos nerviosas y cada vez más tensas. Casi una docena de veces, la dolorosa experiencia de la primera vez se repitió a lo largo de un día que había alboreado con destellos de esperanza. Unos le rechazaron con educación. Otros se burlaron de su música aburrida y antigua. Hubo quien le llamó gamberro, y degenerado, y hasta quisieron echarle a patadas de un local. El día se le fue en presentaciones, pruebas y despedidas hasta que, finalmente derrotado, emprendió la retirada subido al tren suburbano, aprisionado entre la misma multitud silenciosa, cabizbaja y absorta que en el viaje de ida, con el regusto amargo del fracaso en el paladar bañado en lágrimas. Un día más, cuando entró en la buhardilla, el niño pequeño ya dormía y el mayor le aguardaba despierto, con cara de padre más que de hijo.
-Padre, ¿lo encontraste? ¿has conseguido un trabajo? ¿eh?
Y, un día más, el hombre repitió el sobrehumano esfuerzo de sonreír. Acarició la greña de su primogénito con ternura y le guiñó un ojo antes de acostarlo en su camastro.
-Uno no, hijo -susurró con voz quebradiza mientras le tapaba bien con la manta- ¡Varios! Pero tengo que pensarlo mucho antes de escoger uno de ellos, ¿sabes? No conviene precipitarse. Y ahora, duérmete, como tu hermano.
Cuando el muchacho sucumbió a la fatiga, el hombre acercó el taburete al piano y levantó la tapa que cubría el teclado. Al día siguiente, ni los más viejos recordaban un desgarramiento del cielo tan aterrador como el que había ocasionado la interminable tormenta caída sobre la ciudad durante la noche.