(Texto de la carta depositada por su autor a primera hora de la mañana de un 23 de Noviembre en el buzón de su vecino del piso inferior)
Respetable vecino:
Tras pensarlo mucho he decidido dirigirme a usted por escrito dado que es el medio con el que mejor me expreso y porque de este modo podré trasmitirle con exactitud y de un tirón lo que desde hace varios días deseaba decirle y no sabía ni cómo ni cuándo. Y dado que no quiero robarle más tiempo del necesario iré directamente al grano: se trata de mi piano. Aunque sólo hace un mes que se mudó al piso de abajo, me consta que usted ya no soporta escucharme cuando toco el piano. ¿Qué cómo lo sé? Muy sencillo, no me lo ha dicho nadie, es que le oigo quejarse. Ya sabe lo mal que se construye en general y lo pésimamente que están aisladas acústicamente estas viviendas en particular. Mire, aunque no lo crea cuando vine a vivir a esta casa invertí un buen dinero en aislar el cuarto del piano: corcho en las paredes, doble techo y moqueta, pensando en ustedes, los vecinos, para no molestarlos. Aún así, ya ve, o mejor dicho, ya oye. Y eso que procuro tocar a horas prudentes, casi siempre entre seis y siete de la tarde, y raro es el día que el ensayo pasa de la media hora. Pero, en fin, parece que aún así a usted le molesta. Pues verá, los mismos tabiques que tan insuficientemente le aíslan a usted de mi piano son los que me permiten oír las imprecaciones que usted me dedica todas las tardes. Fíjese, a pesar de la moqueta y el corcho, y sobreponiéndose al sonido del piano, le oigo a usted cuando maldice, blasfema y ofende la memoria de mi madre, que en paz descanse. Naturalmente no es la única vez que le oigo levantar la voz. También se le oye perfectamente cuando les grita a sus hijos, esas pobres criaturitas, las cosas que les dice usted. O a su mujer, que parece una buena persona, cuando menos dotada de la mínima educación necesaria para saludar en el portal. Sin mencionar el elevado volumen con el que usted ve sus programas favoritos hasta altas horas de la madrugada. O, y esto quizá le sorprenda, respetable vecino, sus propios ronquidos. Sí, señor, sepa usted que le oigo roncar por las noches. Su dormitorio se encuentra justo bajo el nuestro y como es obvio el espesor de mi suelo es idéntico al de su techo, de manera que los sonidos lo atraviesan con la misma facilidad en ambos sentidos. Usted oye mis nocturnos de Chopin y a cambio yo oigo sus ronquidos nocturnos. Yo creo que en esta desigual transacción salgo claramente perdiendo, pero en fin, sobre gustos no hay nada escrito, en eso, vecino, le doy a usted la razón.
Pues bien, la finalidad de esta misiva es proponerle una entrevista en la que de modo amistoso y civilizado podamos llegar a un, llamémosle pacto de buena vecindad en virtud del cual ambos nos comprometamos a poner los medios para que nuestra actividad, tantas veces inevitable, sea lo menos molesta. Yo estoy dispuesto a cambiar mi media horita de piano a otro momento del día en el que usted no pueda oírlo o le resulte menos audible, y en cuanto a usted pues ya hablaremos de su televisor, de sus levantamientos de voz y de sus dificultades respiratorias durante el sueño. Seguro que nos ponemos de acuerdo.
Atentamente
Su vecino de arriba.
II
(Texto impreso en un folio arrojado a la papelera del estudio de su autor la madrugada del 23 de noviembre.)
Muy señor mío:
Aunque sólo coexistimos en el mismo edificio desde hace un mes me parece suficiente para tener la certeza de que debe de ser muy difícil tratar directamente con usted y no digamos dialogar, así que prefiero darle por escrito lo que tengo que decirle porque sabe Dios lo que podría suceder si se lo suelto a la cara. Mire usted, llevo viviendo en esta casa desde hace casi veinte años y durante este tiempo toco un rato (media hora el día que más) el piano casi todos los días procurando hacerlo cuando creo que menos pueda molestar a los vecinos. Los cuales, sepa usted, no se me han quejado ni una sola vez en todo este tiempo, y si no vaya y pregúnteselo. Entre otras cosas, porque me gasté una buena pasta en aislar la habitación del piano.
Pues bien, parece que a usted no le gustan nada mis recitales. Digo “parece” porque supongo que las barbaridades que suelta usted en voz alta coincidiendo con mi ejercicio diario se deberán justamente al piano, salvo que esté usted afectado de alguna enfermedad mental tan rara que solo se manifieste a través de furibundos accesos de coprolalia entre las seis y las siete de la tarde. Aunque, bien pensado, no se diferencian mucho de esos ataques de cólera suyos contra su pobre familia. ¿Cómo puede usted llamar cabrones a unos niños tan pequeños y mandar a tomar por el culo a esa desgraciada mujer condenada a compartir su pésima educación, sus modos violentos y hasta su cama? Y esto último no lo digo con ánimo de ofender su intimidad, que a lo mejor hasta la tiene usted, sino por sus insoportables ronquidos que, para que se entere, se oyen desde mi dormitorio y no precisamente a las seis y media de la tarde. Y de la tele, ni hablemos. Ya me he enterado de que es usted todo un intelectual necesitado todas las noches de bazofia televisiva hasta la salida del sol, así que puede usted bajar el volumen cuando quiera.
Mire, si tanto le molesta mi media hora de piano estoy dispuesto a tocarlo cuando usted no pueda oírlo; dígame cuándo se ausenta de la vivienda y procuraré adaptarme a su horario. No tendría por qué hacerlo, pero es que a mí tampoco me apetece escuchar sus berridos cuando me siento al taburete. A cambio ya le diré yo cuando falto de casa para que sea en esos ratos cuando pueda usted bramar, roncar y vibrar con las crónicas marcianas.
Cuando usted quiera hablamos, pero con educación. Así que, por favor, vaya usted entrenándose, si puede.
Su vecino de arriba.
III
(Texto de Word borrado del ordenador por su autor a las 7:30 PM del 22 de noviembre.)
Especie de puercoespín afeitado:
Aun con la más que razonable duda de que un cerdo adicto a la telebasura sepa leer y, aceptando con esfuerzo tal improbabilidad de que sea capaz de entender lo que lee, no se me ocurre otra cosa que la escritura para comunicarme con un ser que a pesar de sus andares simiescos resulta ser humano aunque se exprese mediante gruñidos cuando se cruza con sus vecinos.
Para que se entere, llevo veinte años en esta casa y jamás he recibido ninguna queja por el hecho de tocar el piano un rato por las tardes. Aún así puedo entender que a un vecino recién llegado pueda molestarle, pero no que lo haga saber cagándose a grito pelado en la puta madre del pianista. Sepa que si ese fuera mi modo de reaccionar ante situaciones semejantes tendría, por ejemplo, que pasarme la noche entera ciscándome en la marrana que lo echó a usted a este cochino mundo en el que sin duda se debe encontrar muy a gusto. Porque, por si no lo sabe, ronca usted toda la noche como un auténtico cerdo y estando como estoy de sus gruñidos hasta los cojones a mí no se me ocurre aporrear el suelo o insultar a su progenitora. Claro que a lo mejor no son ronquidos y lo que escucho es su compulsiva manera de hozar en la mierda que le escupe su televisor todas las puñeteras noches hasta el alba.
Mira, cacho cabrón, voy a dejarme de delicadezas contigo. Si no te gusta mi piano te jodes, a mí tampoco me gusta oír como amenazas a tu familia, tendrás valor, hijoputa, a ti si que te van a meter una hostia un día, pero de las buenas; como en esta mierda de pisos, efectivamente, se oye todo, sepas que te voy a grabar las amenazas y te voy a denunciar al juzgado por violencia de género, pero de género porcino, que eso es lo que eres, un animal de bellota en pantaloneta. Así que si no quieres verte en el juzgado una de dos, o aíslas la pocilga como hemos hecho los demás o dejas de insultarnos a todos. Yo, por supuesto, voy a seguir tocando el piano todas las tardes entre las seis y las siete, así que ya sabes, si tanto te molesta pues te das un paseíto por el barrio a esa hora, muy adecuada para olisquear en los contenedores porque están llenos.
Que te den mucha morcilla, imbécil.
El pianista de arriba.