Lucía

–Lucía, cariño, diles a los doctores cuántos años tienes…

Desde hacía días cuyo número era incapaz de calcular, la pequeña Lucía recibía cada mañana temprano la visita de una extraña comparsa que, invariablemente, lo primero que hacía era preguntarle por su edad. El grupo lo formaban dos chicas muy jóvenes y guapas vestidas igual, de azul y blanco y con una graciosa gorrita, y por tres hombres; uno, el que entraba siempre primero, era viejo, canoso y antipático; otro, más joven y de pelo rizado, iba escribiendo en un cuaderno las cosas que farfullaba en voz baja el viejo y que el escribiente milagrosamente parecía comprender; el tercero, un chaval que no dejaba nunca de sonreír, era el más amable de los tres. Se sentaba siempre unto a su cabecera y repetía la pregunta de la enfermera pero poniendo más calor en la voz.

            –Anda, di, ¿cuántos años tienes?

Y la pequeña Lucía, inmovilizada desde la mala caída que tronzó una de sus piernitas blancuzcas y escuchimizadas como columnillas de alabastro, sonreía y encendía sus ojillos vivarachos, sin comprender por qué razón todas las mañanas, justo después de la leche templada y las galletas marías, aquella gente le hacía las mismas preguntas (¿has dormido bien?, ¿te duele la pierna?, ¿vino ayer alguien a verte?) y dispuesta, un día más, a contestar a todas ellas con una vocecilla apagada, como con vergüenza.

            –Siete…

Y entonces la pequeña Lucía miraba a las señoritas, que se tapaban la boca entre risillas, luego al joven, que sonreía también, después al hombre mediano, siempre más serio mientras escribía, y al final su mirada tropezaba con la cara seria del señor viejo y calvo, donde rebotaba y caía a los pies de la cama, y allí se quedaba, quieta, como si hubiese hecho algo malo.

            –Pero qué guapísima te has puesto hoy, Lucía.

Una de las señoritas de azul y blanco le atusaba su cabellera recién perfumada para distraer la atención de la paciente mientras los hombres retiraban la sábana para examinar su pierna. Estaba atravesada por un hierro del que pendían unas pesas por medio de una cuerda blanca que parecían amenazar con vencer a su cuerpo ligero, menudo y fláccido como una muñeca de serrín, arrastrándolo fuera de la cama. Mientras duraba la inspección de su terrible herida, la pequeña Lucía levantaba el otro extremo de la sábana con las manos como formando un telón para no ver ni su pierna abierta, pero sobre todo las caras de los que se la estaban mirando. Por sus gestos conocía la verdad que creían ocultarle y ella quería desconocer. ¡Uy!, qué bien, pero qué bien está hoy esta pierna, mintió la enfermera, y la pequeña Lucía sonreía al otro lado del teloncito, aunque no viesen su sonrisa, engañada un día más. 

            –Y ahora, si nos dices otra vez cuántos años tienes, nos marchamos, te lo prometo.

            –¡Siete!

Nada más abandonar la habitación, dos mujeres que aguardaban impacientes en el pasillo se abalanzaron sobre los médicos.

            –¿Cómo está, doctor?

            –Mal –­contestó el Jefe del Departamento, sin mirarlas a la cara ni detenerse siquiera–, la gangrena va a más, ya les dijimos desde el principio que seguramente habría que cortarle la pierna. Por encima de la rodilla.

Las mujeres se llevaron el puño a la boca y comenzaron a menear la cabeza de arriba abajo, como inflando un globo.

            –¡Alabado sea Dios! -exclamó una.

            –Si es que claro, estas caídas tan malas, y a estas edades, con noventa y dos años que tiene la mujer, a quién se le ocurre subirse a una escalera –refunfuñó la que iba en zapatillas.

            –Y con la cabeza tan perdida que la tiene, por Dios…

            –¿Doctor, y cuándo cree usted que la operarán…?

El jefe tenía ya un pie en el interior de la siguiente habitación y sin volverse hacia su interlocutora, farfulló:

            –Eso no depende de nosotros. De los anestesistas. Ya les avisaremos la víspera.

            –Verá, es que la mujer no tiene hijas, nosotras sólo somos nueras, ¿sabe usted?, es para que los maridos pidan el permiso en la empresa, que les dan cinco días por la operación, y si por favor pudiera ser un lunes, pues, ¿me comprende?…

Acabaron explicándoselo a la señora que fregoteaba el pasillo, porque los médicos siempre pasaban la visita corriendo y el hombre canoso y antipático estaba ya en la otra habitación mirando las placas de un hombre operado el día anterior, para ver cómo había quedado.