El origen de la estigmatización religiosa de la masturbación se remonta a San Agustín, quien la consideraba peor que la fornicación, la violación o el incesto porque al menos podían acabar en procreación. Pero no solo las iglesias cristianas (católica, anglicana y luterana) condenaron el autoerotismo como un pecado: el puritanismo civil lo elevó además a la categoría de enfermedad, con los delirantes supuestos efectos nocivos para la salud que un tal doctor Tissot describió en su libro El onanismo. La lista de calamidades que acarrearía el vicio solitario es tan larga como terrible: de mayor podías quedarte calvo, infértil, loco, impotente o ciego. Para minimizar tales riesgos, en el internado teníamos prohibido meter las manos en los bolsillos, así que, en aquellos crudos inviernos pre cambio climático, cuando te soltaban al patio tenías que elegir entre la virtud o los sabañones, y si sucumbías a la tentación (por frío, claro, no por «vicio»), tenías que declararlo en el confesonario porque el fuego eterno sería peor que el frío vitoriano.
Solo a partir de los estudios de Alfred Kinsley a mediados del siglo XX se empezó a separar el polvo de la paja en materia sexual, y hoy la masturbación no solo ha perdido su doble estigma de pecado patológico (o patología pecaminosa) sino que, según nuestre inepte e indocumentade ministre Irene, les bebés deben empezar a tocarse el organillo mientras sujetan el biberón con la otra mano.
Pero como nunca dejaremos de ser carne de prohibición, crimen y castigo, la vieja ofensa al padre Dios ha dado paso a la moderna ofensa a la madre Naturaleza en forma de atentado ecológico. El planeta se va al garete y la culpa, cómo no, es de usted y mía. Los nuevos pecadores nos lo estamos cargando por vivir del modo que nos han enseñado y vendido, bienestar lo llamaban, o sea calentarnos en invierno, refrigerarnos en verano, comprar cosas elaboradas por empresas contaminantes, depender de mil chismes eléctricos, beber leche de vacas pedorras que atufan la biosfera con su tóxico anhídrido y desplazarnos en vehículos que consumen combustibles fósiles, sobre todo el que era más barato aunque aumentaba el precio del vehículo pero a largo plazo salía rentable y ahora es más caro, el timo del diésel.
Desde sus púlpitos acusadores, los nuevos profetas apocalípticos nos meten el temblor del miedo en el cuerpo y la zozobra de la culpa en el alma mientras, lejos de cambiar el tinglado energético del que somos rehenes, pretenden mantenerlo a toda costa y coste vendiéndonos otras fuentes de energía tan caras que no podremos pagarlas. Al menos entonces podremos deambular por el patio de la vida lo que nos quede de recreo con las manos en los bolsillos vacíos, sin miedo al castigo infinito.