Irresistible y arrolladora, incontenible y eufórica, superficial, alegre y optimista: tal es una buena polca. Tal debía de ser el carácter de Rufina Olivares, Zoraida, o la Polca desde que un corredor de comercio de Tarragona, sesentón e inflado de cuartos, exquisito en gustos y maneras y wagneriano irredento, fornicó por vez primera con ella en un burdel del Paralelo, inmediatamente después de asistir a una memorable representación de El Oro del Rin en el Gran Teatro del Liceo. Rufina Olivares, en horas de trabajo Zoraida, tenía diecisiete años cuando los treinta supervivientes que quedaban en Castilviejo, provincia de Jaén, decidieron echarle el candado al pueblo y emigrar en el mismo vagón de un tren correo a Santa Coloma de Gramanet. Después de tres días y medio de penosa travesía alcanzaron la tierra prometida llevándose consigo la historia y la memoria cívica y religiosa de la estirpe: el registro municipal, las fes de vida y bautismo y el archivo parroquial. Nueve arrobas en total de amarillentos papelajos apretujados en maletas desvencijadas y mal cerradas. El arca de la alianza de un pueblo dejado de la mano de Dios y del brazo de los hombres, crónicamente enfermo de renuncia y abandono, agonizante de ausencias y olvidos, apuntillado por la pertinaz sequía y, a la postre, muerto de hambre.
“Eres como una polca, Zoraida mía”, había bautizado con sus babas a Rufina Olivares el entregado corredor de comercio segundos antes de verterse en el concurrido interior de la que, con el tiempo, llegaría a convertirse en su putilla favorita. Lo hizo con la música triunfal de la wagneriana Entrada de los Dioses en el Walhalla como decorado musical de sus fantasías, mientras Rufina Olivares, entre risotadas fingidas, columpiaba su pelvis en el aire frenéticamente, empapada de un sudor pegajoso y con olor a linimento. La muchacha, de belleza nazarí (flaca de carnes, estrecha de ancas, cabello largo, endrino y crespo, piel renegrida y unos ojos que eran olivas negras incrustadas en blanquísima almendra) se empleaba a fondo con los clientes como ninguna otra en el prostíbulo. En la cama se comportaba como si de veras le fuese algo en ello. Impulsaba su vientre con los salvajes vaivenes de una odalisca, resollaba en falso con la desesperación de una corredora de maratón a punto de alcanzar la meta y se retorcía como una lagartija bajo el peso de la media docena de cuerpos que cada jornada laboral se restregaban zafiamente contra el suyo. Pero Zoraida, antaño Rufina Olivares y después y para siempre la Polca, fingía y odiaba. Fingía que se entregaba y odiaba a todos sus clientes con el mismo odio que sentía hacia Santa Coloma, el burdel, el Paralelo, Barcelona entera. Los aborrecía a todos, jóvenes o viejos, ricos o pobres, feos o guapos, conocidos o extraños, padre, hermanos… Detestaba tanto a los hombres que soñaba con escapar algún día de aquella puta vida de puta de la mano de alguno de ellos para instalarse en su mundo, exprimirle el jugo como a un limón y, en el momento preciso, destrozarlo. De ahí su simulado entusiasmo en cada servicio, su empeño en hacer méritos brincando sobre el catre, irresistible y arrolladora, con aliento y nerviosa de piernas, como si bailara una polca. Y al final, invariablemente, les soltaba a los clientes: “anda, guapo, llévame contigo, sácame de aquí, quién te lo va a hacer como yo, a que no”. Durante días, semanas, meses y años cursó la misma invitación a legiones enteras de corredores de comercio, congresistas, feriantes, marineros, viajantes, politicos regionales, clérigos, profesores de música, militares y artesanos. Algunos reaccionaban con espanto, otros suspirando de resignación y los menos insultándola. Hasta que uno picó.
Se llamaba Román Montenegro y era oriundo de Vinuesa, provincia de Soria. Siendo un niño su padre se pegó un escopetazo en el garganchón después de mandar por delante a su mujer y a un cuñado para que fuesen indicándole el camino del infierno, por causa de un viejo pleito de lindes y pinos. Recogido y criado por un hermano del parricida que era boticario en Soria y tenía buen corazón, Román aprendió el oficio de su tío al tiempo que le auxiliaba como mancebo. De manera que cuando marchó a Valladolid para estudiar la carrera de Farmacia ya era un experto en la preparación de los más variados específicos, pócimas y mejunjes, y no había fórmula magistral que se le resistiera, por difícil o caprichosa que fuese la prescripción del médico. Cuando regresó definitivamente a Soria cargado de matrículas y con el título de licenciado bajo del brazo, Román Montenegro, el empollón de la clase, sabía lo mismo de botica y era igual de virgen que antes de empezar la carrera. Durante los cinco años que duró su licenciatura no conoció más mujeres que la patrona de la pensión, la profesora de botánica y las dos únicas señoritas de su promoción, las cuales llegaron a diplomarse sin catar varón que las catara. Extremadamente tímido y aparentemente imposibilitado para el escarceo con individuos del sexo opuesto, el licenciado Montenegro sucedió y enterró a su tío sin haber dispensado a ninguna mujer otra cosa que recetas con un mostrador por medio. Pero todo cambió cuando un grupo de antiguos compañeros de la Facultad le convencieron para acudir con ellos a la importante feria que la industria farmacéutica celebraba por primavera en Barcelona. Una vez allí los más golfos se lo llevaron de putas al Paralelo, donde Román Montenegro mordió hasta el hilo el anzuelo que una chica llamada Zoraida pero más conocida como la Polca le puso delante de las babas. Después de arrancarle su virginidad tumbándolo desnudo sobre la cama y encargándose luego de todo lo demás vino el ofrecimiento ritual, “anda, guapo, llévame contigo, quién te lo va a hacer mejor que yo”.
-Nadie, señorita, se lo aseguro a usted.
Y se la llevó a Soria.
La presencia en la pequeña capital castellana de Rufina Olivares, señora de Montenegro, causó el mismo impacto que hubiera producido un desfile de majorettes irrumpiendo en la nave central de la basílica de San Pedro durante la sesión plenaria de un concilio ecuménico. A los dos días de su llegada no había chisme, comadreo o conversación en toda Soria que no versara acerca de su atrevida indumentaria, sus modos descarados, su explosivo maquillaje o su extremado vicio de fumar. Por su parte la flamante esposa del boticario parecía disfrutar tanto escandalizando sorianas como ruborizando sorianos. A ellas las insultaba llamándolas espantapájaros, rancias, brujas, estrechas, beatas y cosas peores cada vez que las sorprendía murmurando en corrillos y voz baja en la carnicería, la Alameda, la peluquería o a la salida de misa. A ellos los escarnecía adivinándoles sus penurias sexuales con aquellos pellejos cada vez que osaba entremeterse en sus tascas en busca de un par de buenos lingotazos de coñá. A pesar de todo, la curtida sociedad soriana terminó aceptando el desorden derivado de su inevitable existencia con la misma resignación con que soportaban el viento helado que desde las cumbres de Urbión o del Moncayo bajaba cada mañana a abofetear sus rostros durante casi nueve meses al año. Además, recién tomada la posesión del apellido, de la casa y de la hacienda del boticario, Rufina Olivares de Montenegro comenzó a dejarse en las tiendas de la ciudad la totalidad del dinero que entraba en la farmacia y algunas semanas hasta más. En pocos meses se convirtió en la principal clienta de los mejores comercios de ropa, complementos, joyería y perfumería de Soria. Las propietarias de los establecimientos, encantadas con su insaciable compradora, se dedicaron a propagar a los cuatro vientos el inmejorable gusto de la señora de Montenegro. Que por algo había vivido tantos años en Barcelona y que, siendo como era tan exigente y conocedora, no necesitaba salir de Soria para ir siempre impecablemente puesta y permanentemente arreglada, como hacían otras con menos posibles y peor clase.
Los buenos amigos del farmacéutico, entre tanto, trataban infructuosamente de abrirle los ojos con más tacto que crudeza:
-Román, deberías estar menos pendiente de la farmacia y más de tu mujer, mira que sale mucho sola…
En lugar de advertirle:
-Ojo con esa lagarta, Román, que anda guiñando el ojo por los bares y como te descuides te va a dejar sin blanca.
Pero lo único que consiguieron con tanta habladuría y tanta maledicencia fue colmar el generoso vaso de su paciencia. El día que dio positiva la prueba del embarazo de la Polca, el boticario les reprochó amargamente su incapacidad para comprender que Rufina no sólo le hacía hombre cada noche sino que, para colmo de su dicha, se disponía a hacerle también padre, y los echó para siempre de la rebotica. De manera que tras nueve meses de incesantes compras, el niño tomó posesión de la mayor y mejor canastilla que jamás se había preparado en la provincia. Días más tarde fue solemnemente bautizado en la iglesia de Santo Domingo con el mismo nombre que su felicísimo padre.
El hijo de Román Montenegro y Rufina Olivares se reveló enseguida como una criatura afecta de una congénita dificultad para vivir, pues comía poco, crecía despacio, no despabilaba y la mayoría de las noches devolvía, tosía o tiritaba.
-Anda Román, que tú sabes lo que hay que darle.
Y el boticario se levantaba a la hora que fuese para ponerle el termómetro al niño, darle el jarabe o aplicarle la cataplasma. Los primeros años el pequeño lo aceptaba todo como un bendito, pero con el uso de razón cogió la costumbre de obligar a su padre a probar primero todas las pócimas que le ofrecía.
-Toma pequeño, mira qué bien huele, mejor sabrá…
-Tú primero, papa -contestaba siempre el niño.
Y el boticario, enternecido por su frentecita caliente, sus papitos enrojecidos y sus ojazos de oliva negra incrustada en almendra blanca, se tomaba la cucharada por no comerse entero al niño, pues el asco del jarabe le quitaba las ganas. Luego lo dormía a cuentos y a besos y cuando volvía a la cama y ya el pequeño no tosía, Román se sentía como un rey y le decía a su mujer a la oreja: “Polca, el niño ya no tose, tranquila”. Pero ella, mientras tanto, jadeaba una respiración acelerada por el sueño que siempre soñaba: su paroxístico desvirgamiento, atenazada entre el corpachón de su primo Manuel y el tronco retorcido de un olivo centenario a la sombra de Castilviejo cuando sólo tenía trece años. El primer arrebato amoroso auténtico de su vida, y el último también.
Al cabo de una noche más perdida en el balcón con el niño sentado sobre sus piernas para que alentara el aire fresco mientras le entretenía sorprendiéndole con el nombre de las estrellas, Román Montenegro se despertó pasadas las nueve. Saltó de la cama y bajó a abrir la farmacia ciñéndose apresuradamente el batín por la escalera que comunicaba negocio y vivienda, cuando sorprendió a su mujer algo más que coqueteando con un viajante de ortopedia. Cruelmente herido pero más indignado todavía, el boticario ahuyentó al representante hasta la misma calle y de vuelta a la trastienda suplicó entre sollozos a su esposa que no volviese a hacerle una cosa así nunca más, por el amor de Dios y la salud del niño. Ante la evidencia de que acababa de llegar el momento que algún día tenía que llegar, la Polca estalló entonces en una sarta de insultos y corrosivos reproches hilvanados con ordinarias risotadas. Al fin le vomitó toda la verdad, lo bragazas que era, y lo mandria, que para que se enterara de una vez, se había tirado a la práctica totalidad de los representantes y viajantes que llevaban la parte de Soria, porque con la mierda que él sacaba vendiendo supositorios y bragueros no le llegaba para ir como la señora que era, que estaba harta de él, que ya no lo aguantaba ni un día más y que, en consecuencia, lo abandonaba. De nada sirvieron las humillantes peticiones de perdón que Román tuvo que arrastrar por el suelo para evitar que la madre de su hijo cumpliera su amenaza y les dejara. Aquella misma tarde, Rufina Olivares, la Polca o Zoraida, hizo las maletas apresuradamente, arramblando cualquier objeto de valor que hallaba en la casa, aún los que jamás le habían pertenecido. A continuación llamó a un taxi y minutos después salía de la pequeña capital de provincia por la carretera de Madrid tan impetuosamente como había entrado siete años antes.
Los días que siguieron a la marcha de su mujer los pasó el desafortunado boticario aguardando inútilmente su regreso con los brazos abiertos. Pero transcurridas ya dos semanas sin noticias no le quedó otro remedio que aceptar con amargura la veracidad de las amenazas con que la Polca le había asaeteado sin piedad aquella fatídica mañana en la rebotica. A excepción de unas pocas, todas las demás señoras de Soria -las que no regentaban joyería, salón de belleza o boutique- engordaron de satisfacción por la espantada de Rufina Olivares. Sólo la compasión que sentían por el “inocente angelito» impedía que la sensación de alivio que se respiraba en cada corrillo callejero, cada tertulia de café o cada salida de misa fuese completa. Con el paso de los días, el pequeño dejó de atormentar a su padre preguntándole dónde estaba su mama. Dentro de lo malo, Román Montenegro tuvo la suerte de encontrar una mujer viuda, prudente, bondadosa y limpia como una patena, que se ocupó de la casa y que desde el primer día se encariñó con el niño casi tanto como éste con ella.
La vida siguió y parecía que el boticario había superado el golpe dando todo por bueno a cambio de ver cómo el niño -su estímulo, su consuelo y su razón de ser- salía adelante. Hasta que, cierta infausta mañana, recibió el correo de siempre -propaganda de leches casi maternas, catálogos de prótesis y las últimas novedades en milagrosos crecepelos- envenenado con dos fatídicas cartas. Primero abrió la del banco, en la que el director de la sucursal con la que Farmacia y Droguería Montenegro había trabajado toda la vida le advertía de que su cuenta corriente estaba en descubierto, ya que los últimos cheques librados con la firma de su esposa habían sido satisfechos a pesar de no disponer de fondos en consideración a su reconocido prestigio. Por todo ello, se le instaba a presentarse en el banco a la mayor brevedad posible para subsanar voluntariamente las deficiencias aludidas, sin perjuicio de las acciones legales que se emprenderían inmediatamente caso de no hacerlo. Sin embargo, el segundo mazazo, infinitamente más fuerte que el primero, era una citación del Juzgado de Instrucción nº 1 de Soria para que compareciera al día siguiente a una hora determinada. “Asunto: Reclamación de la custodia de Román Montenegro Olivares por la madre del menor”.
Dejando a un lado el descubierto bancario, los cheques, el embargo y la ruina que le amenazaban pero que poco le importaban en comparación, Román Montenegro se horrorizó ante las pretensiones de la Polca. La sola idea de perder al pequeño le partía el corazón, pero inmediatamente le vino a la cabeza la sórdida historia de hijos de prostitutas explotados como niños mendigos en la calle de la capital que había visto en la televisión y se horrorizó imaginando a su pequeño echado por los suelos, sucio, malnutrido y muerto de sueño, arrancándoles monedas a los transeúntes a cambio de su frentecita ardiendo y una tos infinita. Presa del pánico, hizo de tripas corazón y telefoneó a uno de sus antiguos amigos para hacerle una angustiada consulta de urgencia en nombre de su vieja y de ningún modo acabada amistad. La primera impresión del abogado, que es siempre la que vale, fue sombría y desesperanzadora.
– Prepárate a sufrir, Román, con la ley que tenemos, la madre tiene todas las de quedarse con él… sí, amigo, incluso una madre como ésta, lo siento, lo siento de veras, y en cuanto a lo del banco…
El boticario no soportó más y colgó sin darle siquiera las gracias, mudo de congoja, sordo de espanto y ciego de rabia. Todo había terminado. Echó la reja a la farmacia, se echó a la calle, cruzó la ciudad sin devolver un saludo y se apartó en el soto del río como un animal herido de muerte. Durante horas sollozó, imploró y desesperó hasta que el manantial de su desdicha se agotó y entonces emprendió el regreso a casa bajo el helado resplandor del crepúsculo. Aquella misma noche, en cuanto se marchó la criada luego de darle la cena al niño y acostarlo, Román Montenegro se bajó a la rebotica para preparar una infusión. Con la mirada perdida y sin saber muy bien por qué lo hacía, como si obedeciera una orden interna más poderosa que su voluntad, puso el agua a calentar y comenzó a destapar uno a uno todos los frascos de hierbas medicinales y aromáticas que encontraba. Cuando el agua alcanzó el grado justo de ebullición arrojó al recipiente una pizca de melisa y de cicuta, otra de manzanilla y dulcamara, otro poco de saúco y de cicuta y de violeta, y mejorana, y una brizna de romero y de cicuta, ajenjo, artemisa, y añadió más cicuta y más saúco, y un poquito más de mejorana y de melisa, y de cicuta. Todavía puso algo de borraja e hisopo, un último pellizco de cicuta y, para amargar la mezcla, como el frasquito de salvia estaba vacío, el infeliz vertió en él un torrente de lágrimas. Cuando el brebaje estuvo a punto lo coló, llenó un buen vaso, subió al cuarto del niño y lo despertó sin miramiento, “tómate esto pequeño, mira qué bien huele, mejor sabrá”, le dijo sujetando con mano temblorosa su cabecita de rizos azabachados.
-¿Por qué, papa?, hoy no me pasa nada -respondió entre sueños el niño mientras se incorporaba.
-Sí, hijo, hoy nos pasa a los dos, toma, bebe, anda.
-Tú primero, papa.
-Claro, mi niño, yo primero…
El padre se tragó la mitad del veneno y le dio el resto al pequeño. A duras penas, entre la bruma que ya comenzaba a colarse por la salida del mundo, pudo ver cómo el par de olivillas negras incrustadas en blanquísima almendra se encerraban para siempre en sus cascaritas forradas de tez renegrida. Y entonces, poco antes de perder la conciencia, Román Montenegro creyó escuchar, distorsionados y remotos, los ecos de una polca irresistible y arrolladora.