Contemplando las ruinas de Castilseco desde las de la fortaleza a cuya sombra surgió hace siglos, nadie creería que alguna vez las habitaron más de cincuenta familias. Aunque desde las tortuosas callejuelas algunas fachadas de sillarejo todavía aparentan buen estado, trepando hasta lo más alto de la desmochada torre del homenaje y asomándose —peligrosamente— desde los restos del adarve se comprueba que sólo hay media docena de tejados enteros. En invierno aún puede verse escapar por alguna chimenea el humo de las pocas vidas que, tercas, se resisten a consumirse en el hogar. La mía fue una de las últimas familias en volverle la espalda al pueblo y bajarse a la ciudad del valle para siempre.
Mi bisabuelo, el molinero de Castilseco, engendró dos hijos: tío Cosme, el mayor, y Damián, mi abuelo. Como era de ley desde muchas generaciones atrás, el primogénito heredó el molino mientras que al segundo le correspondió la labranza de las tierras. Mi abuelo tuvo cuatro hijos, todos varones, y en cambio Dios tuvo a bien darle a tío Cosme el mismo número de hijas. La mayor tomó los hábitos, las dos siguientes casaron fuera del pueblo y la cuarta —la que mató a su madre en el parto— permanecería a su lado toda la vida igual de solterona, dominante y arisca. Así que llegó el día en que la rueda del molino se detuvo para siempre ya que ni a mi padre ni a ninguno de mis tres tíos se les pasó por la cabeza hacerse cargo de un oficio que además de duro no corría por sus venas.
El cese de actividad del molino fue uno de los últimos golpes fuertes que Castilseco soportó antes de su desahucio. Con el tiempo, casi todos los vecinos se fueron marchando del pueblo, la mayoría a la capital, que no paraba de crecer costa de centenares de desertores como mis padres y tíos que, más mal que bien, acabaron colocándose en el comercio, o sirviendo, o en la banca, o poniendo un bar. Pero los viejos hermanos, agarrados a la tierra por unas raíces tan recias y antiguas como las almenas del castillo, aguantaron jurando que jamás se irían del pueblo hasta que la muerte de su mujer, poco después de las bodas de oro, obligó a claudicar al pobre Damián. A la abuela Genara la bajaron un día a la Residencia amarilla como un limón y en unas semanas se murió sin saber qué mal había enfermado. El abuelo Damián, que la adoraba, se hubiera valido sin ella lo mismo que el espantapájaros del sembrado, así que, a regañadientes, huérfano, inútil y medio muerto de pena, no le quedó más remedio que bajarse también a vivir a la ciudad rotando por las casas de las nueras a razón de un trimestre en cada una, como se rotan los cultivos para evitar que el terreno se agote alimentando a una sola especie vegetal. Tras el doloroso exilio de mi abuelo, tío Cosme y tía Candelas, su hija soltera, resistieron como representantes de la familia en la exigua comunidad de espectros que se desenvolvían entre las ruinas de Castilseco como pez en el agua. Pero no pasaría ni un invierno completo antes de que tío Cosme, enfermo de la ausencia de su hermano, siguiera sus pasos arrastrando al destierro a una tía Candelas más gruñona y áspera que nunca.
Aunque pasar tres meses en cada casa no era plato de su gusto, mi abuelo prefería eso a convivir con tía Candelas. Pero se asfixiaba en los pisos y, animado por otros emigrantes del pueblo, el abuelo Damián comenzó a frecuentar el Hogar del Jubilado. Fue allí, en medio de una partida de subastao, bajo un mar de boinas velado por el humo del penúltimo cigarrillo de tanto condenado a muerte, cuando mi abuelo supo que en el convento de las Clarisas necesitaban hortelano. Una mala gripe había jubilado del todo al anterior titular y las monjas buscaban sustituto con urgencia. La noticia le dio vida y a la mañana siguiente temprano se presentó en el convento con la ilusión y los nervios de un aprendiz en busca de su primer trabajo. El mejor horticultor de Castilseco ofreció a las monjitas unas espaldas aún flexibles como juncos, dedicación exclusiva y una sabiduría de siglos a cambio solo de sentirse de provecho haciendo lo que más le gustaba, y lo aceptaron sin dudarlo. Era un contrato desigual pero beneficioso para ambas partes. Por un lado, el huerto de las Claras jamás había ofrecido un aspecto tan cuidado y primoroso, ni había sido tan fructífero como desde la llegada del nuevo hortelano El cual, a su vez, nunca se había sentido tan contento, útil e incluso joven, a sus casi ochenta años.
Así de bien fueron las cosas hasta que la próstata de mi abuelo terminó desabasteciendo la despensa de las monjas y arruinando la ilusión del viejo. En cuatro días la antigua dolencia se reagudizó y ante el progresivo empeoramiento acabó en el quirófano. Gracias a su fuerte naturaleza, la operación fue bien y los médicos quedaron impresionados por la resistencia física y la capacidad de recuperación del anciano labrador. Las lamentables complicaciones que surgieron a partir de entonces nada tuvieron que ver con próstatas, hospitales ni cirugías.
Como era natural, Cosme visitó a su hermano en el hospital acompañado por su hija. En lugar de preguntarle cómo se encontraba, Candelas no paró de aventurar hipótesis sobre el origen de la enfermedad, todas basadas en los malos hábitos del paciente. Que si mucha juerga de joven. Que si el tabaco. Que si la bebida. Que si los malos aires de la capital por salir de casa, tanto tufo de coche y tanto humo de fábrica, que le habían envenenado la sangre. Que quién le mandaba, a sus años, deslomarse para unas monjas y sin oler un jornal. Justo cuando estaban a punto de marcharse, entraron en la habitación dos monjitas del convento de Santa Clara. Venían a decirle a mi abuelo lo mucho que había rezado la comunidad por él, a traerle un bizcocho recién sacado del horno y a lamentarse del deplorable estado del huerto desde que él faltaba. El señor Damián presentó las monjitas a su hermano y su sobrina y al cabo de un rato de conversación una enfermera los echó a todos de la habitación porque se acercaba la visita del médico.
Dos semanas después, nada más recibir el alta, mi abuelo voló al convento de la Claras para volver a hacerse cargo del corrillo de tierra sembrada de tomates, lechugas, caparrones y hasta fresas en el que no había dejado de pensar ni un instante. El cuerpo es muy listo y soñar con volver al huerto, última razón de ser de su existencia, sin duda había acelerado su recuperación. Cuando la hermana portera abrió la puerta y vio a mi abuelo sonriendo en el umbral, el viejo intuyó que algo malo ocurría, porque la monjita reaccionó como quien está haciendo algo indebido y lo sorprenden con las manos en la masa.
—Cómo así tan pronto, señor Damián —acertó a decir—, ¡qué sorpresa!, ¿pero ya está recuperado del todo?, ¡Jesús!, este hombre, qué animado…
Al señor Damián le extrañó que no le invitara a entrar y lo mantuviese como un pasmarote, delante de la puerta. Entonces recordó que en las dos últimas visitas de la madre superiora al hospital no mencionó el huerto ni una sola vez, lo que interpretó como delicadeza por no hacerle un pasar mal rato. Y entonces comprendió.
—Tienen otro huertano, ¿verdad, hermana?
De repente la carita de cera virgen de sor Irene se arreboló y, enmudecida por la turbación, la portera del convento no acertó a responder. Para alivio suyo, antes de que sus mejillas se apagaran del todo la madre superiora vino a sacarla del apuro. La monja saludó a mi abuelo con una silenciosa reverencia y sin mediar palabra lo invitó a seguirla con un ladeo de toca. Mi abuelo obedeció y ambos emprendieron la marcha por el oscuro corredor de piso ajedrezado y eterno olor a sopa boba que muy pocos extraños habían recorrido. Sólo cuando la superiora se detuvo frente al portón de acceso al huerto fue capaz de confesarle a mi abuelo la traición de que había sido objeto durante su convalecencia.
—Compréndalo, señor Damián, los frutos de la generosa Providencia no podían esperar, se habrían echado a perder, y nos hacen tanta falta…
Se lo dijo sin mirarlo, mientras vencía la resistencia de la puerta a base de vigorosos meneos, con la energía que sólo una mujer acostumbrada a desenvolverse toda la vida sin hombres es capaz de poseer.
—… pero Dios ha querido que todo se quede en familia, señor Damián, verá qué sorpresa se va a llevar —añadió la superiora con voz entrecortada, más por el mal rato que por el esfuerzo, y abrió el portón de par en par.
De pronto una descarga de luz cegadora, gorjeos de pájaros y sombra fresca y la mezcla de cien fragancias irrumpió en el pasillo. Era como pasar de una tenebrosa prisión al mismísimo Edén. Aturdido por el mazazo que acababa de recibir, al principio el abuelo fue incapaz de localizar la presencia del intruso en sus dominios, pero al cabo de unos instantes le pareció vislumbrar una sombra encorvada sobre el semillero. Sin duda se trataba del desvergonzado usurpador que se había aprovechado de su enfermedad para robarle lo único que aún le movía a saltar de la cama cada mañana. Allí estaba, sí, metiendo sus manazas en las delicadas crías de lechuga, achicoria, repollo o lombarda. Sin pensarlo, dejó plantada a la superiora en el umbral y se lanzó en dirección al desalmado con la indignación y la rabia del marido burlado que va a por el canalla. La monja dudó si debía seguir al pobre hombre, pero cuando el abuelo Damián ya daba alcance a su sucesor, dio media vuelta y se refugió en la capilla, donde las hermanas rezaban el rosario, para no presenciar el encontronazo. Así se libró de escuchar la sarta de insultos y blasfemias que, como sacrílega réplica a las letanías que entonaban las monjitas, se cruzaron durante un rato interminable el usurpador tío Cosme y el depuesto abuelo Damián. Mientras las monjitas rezaban como buenas hermanas, al fondo de su huerto germinaba la semilla de Caín bajo un bastón y una azadilla blandiendo sobre dos calvas casi idénticas.
El sonado enfrentamiento de los viejos en el huerto de las clarisas provocó una cascada de rupturas entre dos ramas de la misma familia convertidas en bandos irreconciliables. Desde el mismo día de la riña, los descendientes directos de tío Cosme dejaron de ver y hablar a los de mi abuelo Damián, y viceversa. La división se instaló con tal severidad y rapidez que costaba trabajo no creer que habría otros conflictos entre los hermanos, enquistados durante decenios a la espera de la chispa que desencadenara la explosión de tanta tensión acumulada. La pelea de los dos patriarcas habría sido entonces la erupción de un volcán adormilado cuyo torrente de lava liberada se llevó a varias generaciones por delante. De pronto resucitaron viejas rencillas en torno a novias robadas, voluntades profanadas, lindes confusas y herencias arbitrarias. Los venerables símbolos vivientes de los más nobles valores familiares, los desgastados pilares de la estirpe, tío Cosme y tío Damián, los dos únicos miembros de la misma familia que merecían el respeto de todos, habían dejado de respetarse entre ellos llegando a las manos, y a partir de ahí todo valió. Reverdecieron antiguas envidias, retoñaron antipatías ya casi secas y acabaron enfrentándose hermanos contra hermanos, tíos contra sobrinos, hijos contra padres, nueras contra suegros y suegras contra yernos, concuñados, compadres y resobrinos. La oleada de rencor se extendió por ambos lados hasta el más lejano de los parientes como una maligna epidemia y no se detuvo hasta llegar a los confines de la consanguinidad, donde los lazos familiares acaban por aflojarse del todo. Solo allí el odio acabó diluyéndose como la espuma de las olas sobre las orillas opuestas del mismo océano, a salvo de la horrible tempestad que se libra en alta mar.
Las hostilidades llegaron tan lejos que incluso a los nietos nos prohibieron, no ya jugar juntos, sino vernos con nuestros primos. A ellos les explicaron que todo era por culpa de tío Damián, aquél viejo envidioso, desagradecido y medio chiflado que un día poco le faltó para matar a su abuelo Cosme a palos mientras éste hacía la labor que aquél, tan enfermo como estaba, era ya incapaz de realizar. A nosotros, en cambio, nos contaron que al abuelo Damián le hicieron la canallada de robarle el puesto de huertano de las Claras entre el aficionado chapucero de su hermano Cosme y la bruja de tía Candelas, aprovechando que el pobre convalecía de una operación en el hospital. Incluir la inquina en la dieta de los benjamines de ambas facciones garantizaba la perpetuación de la enemistad en las generaciones sucesivas. En consecuencia, el legítimo honor familiar, la famosa honra de la que unos y otros hablaban, quedaría preservado a ambos lados del frente.
Casi medio año después de la ruptura, cierto desapacible atardecer, tía Candelas se echó a la calle con los aires de una moza. Le animaba una buena razón para calzarse, ponerse el abrigo y cubrirse con el pañuelo de lanilla a unas horas en las que jamás de los jamases salía de casa. Menos aún en invierno, cuando la humedad le calaba hasta los huesos si salía y luego no se la quitaba luego ni en cinco días de brasero, encogida bajo la mesa camilla. Pero aquella tarde se armó de valor, decidida a comprobar personalmente y de una vez por todas si eran ciertas las descaradas habladurías que la martirizaban en la cola de la pescadería o a la salida de misa. Sabía que semejante aberración no podía ser cierta, pero tenía que asegurarse para poder llamar embustera en voz alta a la siguiente que se le acercara para darle el día con el mismo chismorreo. Lo que más sentía mientras se dirigía a buen paso hacia el lugar donde presuntamente se estaba perpetrando la infamia era que su padre llegara a casa antes de lo habitual y no se la encontrara preparándole la cena. Iba tan ensimismada que llegó a su destino casi sin darse cuenta.
Por un instante se detuvo a la puerta de la taberna, un antro sucio y mal iluminado que seguramente apestaría a tabaco y fritanga. A tía Candelas no le extrañó que semejante tugurio fuese donde su tío Damián se reunía con otros viejos de su misma calaña. Cuando logró vencer la repulsión no dudó en entrar en la tasca dispuesta a zanjar la calumnia. No tuvo que buscar mucho. Había media docena de hombres encaramados a la barra que ni se molestaron en volverse hacia la puerta cuando el inconfundible chirrido de sus goznes anunció la llegada de otro parroquiano. Sólo la mesa del fondo estaba ocupada por otros cuatro hombres echando la partida. Tía Candelas reconoció en seguida el rostro de su tío porque estaba sentado frente a la entrada, con una colilla a punto de abrasarle los labios y sosteniendo sus cartas con manos temblonas. Mientras avanzaba con decisión hacia la mesa se fijó primero en los dos que flanqueaban al abuelo Damián y solo al final concentró su mirada en el cogote del que jugaba de espaldas a ella. Cuando vio que aquel inconfundible colodrillo ceniciento era el de su padre tuvo que llevarse una mano a la boca para no gritar y sujetarse con la otra a una silla para no caerse de la impresión. ¡Virgen de los Dolores bendita!, no eran murmuraciones malévolas, era cierto, ¡su padre y su tío se veían!, pero aún le habían contado poco, porque ¡hasta formaban pareja de mus!, los muy bribones, mientras ellos, las dos familias, se llevaban a matar por su culpa…
—Hombre Candelas, qué vida —le saludó el abuelo Damián sin inmutarse en cuanto advirtió su presencia— Pares se buscan.
—Pero… pero padre, ¿qué hace usted aquí? ¿no tenía que estar en la Caja? ¿le parece a usted bonito engañarme de esta manera? ¿qué fundamento es éste?, ¡contésteme, padre, por el amor de Dios!
La Candelas iba subiendo el tono con cada nueva pregunta sin respuesta. Lo que más le ofendía no era que su padre hubiera estado mintiéndole durante meses, sino que lo hiciese por verse a escondidas con el botarate de su hermano.
—Envido más —respondió el tío Cosme mientras contaba por dentro la diferencia de piedras que les llevaban los contrarios—. Es que en la Caja no saben jugar al mus, ¡bah!, estos de ciudad… ¡Quiero!
La pareja de Castilseco acababa de ganarles la partida a los otros, que eran de la vecina parte de Peñafría, y los hermanos celebraron la victoria reclamando a voces otra ronda al tabernero. A tía Candelas estuvo a punto de darle un soponcio, pero pudo dominarse y le largó a su padre un reproche con lustros de retroactividad, sin importarle la presencia de los otros. La soflama comenzó con la solemne proclamación de que ella le había consagrado toda su vida, permaneciendo siempre a su lado para cuidarle y atenderle, sacrificando su propio porvenir, y así era como él se lo pagaba. A continuación, le echó en cara que le hubiese obligado a marcharse también del pueblo cuando él decidió seguir los pasos de su hermano como un perro los de su amo. Acto seguido le recordó el asunto del huerto de las monjas, la pelea con mi abuelo y sus consecuencias, el enfado de las dos familias. Mientras tía Candelas desgranaba su sermón las dos parejas, como si no la oyeran, se metieron otro lingotazo y comenzó el reparto de la mugrienta baraja para jugarse el desempate. Exasperada por la indiferencia, la oradora remató su apasionada diatriba dirigiendo la pregunta definitiva, no sólo a su padre y a su tío sino a sus compañeros de partida, a los parroquianos de a pie, al tabernero, a los vecinos del barrio, a la nación y al universo entero, gesticulando con la trágica dignidad de una heroína clásica instantes antes de inmolarse en la pira funeraria.
—¿Y la honra, padre? ¿Es que no le importa nada la honra de toda una familia?
Fue uno de los dos hermanos quien le contestó, justo antes de darse mus negro mientras le guiñaba el ojo al compañero sin que los otros lo pillaran:
—Eso de la honra, Candelas, es cosa de enemigos.
Tía Candelas abandonó la tasca hecha una furia, sin saber cuál de los dos lo había dicho, porque también tenían la voz muy parecida y entre aquel humazo y el berrinche se le había nublando la vista.