Intentaba pasar de largo por el exceso informativo originado por la muerte de la reina Elizabeth II del Reino Unido, pero una foto detuvo mi evasión del penúltimo acontecimiento mediático del siglo. El coche fúnebre que transportaba el féretro cubierto con un pendón atravesaba una calle de Edimburgo cuyas aceras estaban abarrotadas de personas que mantenían una extremidad superior extendida por encima de sus cabezas. Por un instante me vino a la mente la imagen de Hitler paseándose por una calle parecida de Múnich a coche descubierto, recibiendo el saludo fascista de la entusiasmada multitud a su führer. Pero, naturalmente, no era eso. Lo que hacían aquellos millares de personas brazo en alto era sostener el móvil para inmortalizar el momento con una foto o un video. Se habían tirado horas de pie, apretujándose contra otros curiosos, esperando el instante en el que disparar la cámara de tropecientos megapíxeles para captar malamente una imagen. O sea, más pendientes de su esmarfón que del vehículo portador del cadáver de la reina, cuando podían haber seguido cómodamente el trayecto completo por las calles de la ciudad por la tele desde el sofá de su casa y sosteniendo una pinta de cerveza en la mano.
No recuerdo si ya conté aquí la historia del señor japonés detrás del que me tocó sentarme en la Arena de Verona durante una representación de Turandot de Puccini, Turandot. En principio, tener delante a un japonés en un teatro es una ventaja porque son bajitos y su cabeza no te obstaculiza la visión como si, por ejemplo, te toca la mala suerte de sentarte detrás de mi amigo Eduardo Aisa. Pero, nada más empezar el primer acto, el tipo empuñó su cámara y no paró de filmar hasta que terminó, y lo mismo durante el segundo, y el tercero. O sea, que no había viajado desde Japón para ver y escuchar una ópera, sino para grabarla malamente, sin prestar ninguna atención al escenario y toda al visor de su cámara, cuyo brillo molestaba además a sus vecinos de localidad.
Antes, cuando explotaba un ático, o se estrellaba un coche contra una farola, o un titiritero actuaba en la calle, o desfilaba una procesión, los curiosos se agolpaban para mirar. Ahora, en cambio, los antiguos mirones y hoy grabones sacan el móvil (si no lo llevaban ya en la mano, como un apéndice más de su anatomía) y empiezan a filmar o a fotografiar sin ton ni son, como si hubiesen perdido la capacidad de observar directamente algo y de grabar las imágenes en su memoria y no en la del dichoso móvil. Ahora hay que captarlo y guardarlo todo, por insustancial que sea, para no verlo nunca más y acabar borrándolo cuando la memoria del móvil tampoco dé para más. Ya no sabemos mirar. Solo grabar.