J. Luis Borrego Gestal siempre quiso ser escritor. Pero no poseía talento, de manera que a lo que en realidad aspiraba era a ser un escritor sin talento. Uno más. Claro que él ignoraba que careciese de talento. De hecho, ignoraba que para escribir hiciera falta talento. Por el contrario, el hombre presentaba otras cualidades entre las que destacaba sobremanera una perseverancia rayana en la tozudez. Así, transcurrido el tiempo que necesita un pasante para mecanografiar cuatrocientos cincuenta folios, Borrego puso el punto final a un infumable tocho autobiográfico que tituló Ejecutoria de un hombre en pos de su destino. Un monólogo interior tan interior y tan monólogo que aburriría a un muerto. Al autor, sin embargo, su ladrillo le pareció lo mejor que había leído en su vida y, sin dudarlo un instante, se dispuso a publicarlo aunque fuera por su cuenta. Cuando el director de Ácaro Ediciones comunicó a Borrego las condiciones del contrato (texto en soporte informático y seiscientas mil más IVA por 300 ejemplares), el novel escritor se llevó un chasco superior. En su vida había puesto las manos sobre un ordenador y sus ahorros no le llegaban ni para cubrir la cuarta parte del presupuesto.
Mas, como no era persona que se achantase ante la adversidad, J. Luis Borrego Gestal negoció con Ácaro a la baja hasta alcanzar un acuerdo definitivo, acorde con sus posibles: cincuenta mil pesetas por diez ejemplares. Borrego debía comprender, y de hecho comprendió, que el precio de un libro resulta inversamente proporcional al número de ejemplares de la edición. Borrego Gestal hubiese preferido vender su ejecutoria a trescientas pesetas como mucho, pero a este precio, competitivo pero inaplicable a un mamotreto como el suyo, la edición debería ser de 20.000 ejemplares, cifra que incluso para el padre de la criatura, ciego de amor como estaba por ella, resultaba exagerada. Y, bien mirado, diez lectores no dejaban de ser un número respetable, para empezar. Ya se encargaría el boca en boca de incrementarlo.
Cinco semanas después de firmar el contrato, el emocionado autor recogía con manos temblorosas el paquete que contenía la obra de su vida. Pero cuando le arrancó el envoltorio con el mismo atropello que emplearía para desnudar a una hermosa mujer en el apogeo de la excitación amorosa se encontró con una desagradable sorpresa: no había diez libros, sino seis. En la letra pequeña del contrato que no se había tomado la molestia de leer ponía claramente que era obligatorio depositar dos ejemplares en el registro de la propiedad intelectual y otro en la Biblioteca nacional, mientras que la editorial se quedaba con un cuarto. Total, seis libros para el autor. Por lo tanto, cada uno de ellos le había salido al final por 8.333 pesetas, y contento; serían más si Ácaro no hubiese tenido el bonito detalle de perdonarle la factura y, en consecuencia, el IVA. Pasado el sofocón, Borrego tomó uno de los libros, se acomodó en su sillón y lo hojeó lenta, ceremoniosa, emocionadamente. Sin apenas detenerse en ninguna, fue examinando la totalidad de sus páginas como si quisiera cerciorarse por sí mismo de que estaban todas impresas, y que lo estaban del texto de su Ejecutoria de un hombre en pos de su destino. Luego se recreó contemplando su propio retrato en la contracubierta. Aquél era el momento culminante de su vida. Ebrio de autosatisfacción, Borrego entornó los párpados, suspiró profundamente y acercó el volumen a su rostro. Lo abrió por el medio, introdujo su nariz entre las mitades hasta la juntura descubierta y aspiró su aroma con deleite; a continuación aflojó los pulgares y dejó que las páginas aletearan, lo cerró, acarició sus tapas, besó su lomo, lo abrazó y finalmente se quedó dormido aferrado a su librote, como si acabaran de hacer el amor. Y, en lo que fue su primer sueño agradable desde hacía mucho tiempo, J. Luis Borrego soñó que Ejecutoria ganaba el Planeta y que con la porrada de millones del premio se quitaba de la oficina para siempre y se dedicaba a escribir más libros y a ganar más premios y más dinero y más fama. Cuando despertó del delirio guardó dos (uno para su madre y el otro para él) y se echó a la calle para distribuir los cuatro restantes.
Los libreros creían haberlo visto todo hasta que recibieron la visita de Borrego con su monumento bajo el brazo. Era la primera vez que un escritor les dejaba en depósito un único ejemplar de su obra, y al asombroso precio de doce mil quinientas pesetas. Cuando encima les explicó que ese era el precio que tenía que cobrar para no perder dinero, los cuatro libreros por separado llegaron a la misma conclusión de que aquel hombre estaba completamente chiflado. Sin embargo, como no sólo no perdían nada con ponerlo a la venta sino que ganarían el 30% si lo lograban (cosa harto probable dado que por cada chiflado que escribe libros hay por lo menos veinte que los compran), Ejecutoria de un hombre en pos de su destino, de un desconocido J. Luis Borrego Gestal, compartió escaparates y expositores con otras novedades editoriales de la temporada, pero a un P.V.P. equivalente al de todas ellas juntas: 17.225 pesetas (las doce mil quinientas más el 30% de comisión más el IVA).
Tres meses después no se había vendido ninguna de las cuatro ejecutorias y Borrego, desolado, decidió hacer cuanto fuera necesario para evitar la peor humillación que puede sufrir un escritor, al coste que fuera. ¿Acaso el honor de un artista o la mera dignidad de una persona tenían un precio? Visto así el asunto, 68.900 pesetas no resultaban demasiadas. Y esa fue exactamente la suma que tuvo que desembolsar para rescatar sus libros comprándolos él mismo y encima disimulando para que en ninguna de las tiendas notaran el ardid. Tras adquirir el cuarto y último libro, Borrego emprendió la retirada a su casa totalmente decepcionado, herido y desgraciado, torturándose con la infructuosa búsqueda de una explicación para su tremendo fracaso.
Camino de su casa, el pesimismo se fue apoderando del pobre Borrego y sus pensamientos se fueron ensombreciendo hasta alcanzar el umbral de la desesperación. Frente a su portal se encontraba aparcado el contenedor de basura, cuyo nauseabundo olor le golpeó la conciencia hasta devolverle a la realidad. Sin pensarlo dos veces se fue derecho hacia él y tras un breve forcejeo con la tapadera, convencido ya de que su obra no era más que una basura que finalmente iba a parar al lugar adecuado, desactivó el olfato, cerró los ojos y arrojó los libros con la violencia irreversible de un vómito.
Aquella noche, la más triste de su vida, se acostó sin cenar siquiera. Luego de tres horas de torturador insomnio, la vaga desazón que le compungía fue dando paso a la rememoración de lo sucedido, la incredulidad por lo que había hecho, el sentimiento de culpa, la flagelación de los remordimientos y, finalmente, el más desgarrador y lagrimoso de los arrepentimientos. Presa del pánico, Borrego saltó del potro de tormento y se lanzó a la calle descalzo y en pijama con la esperanza de llegar al contenedor antes que el camión de la basura, preguntándose una y otra vez cómo había sido capaz de mandar literalmente a la mierda la obra de su vida. Tuvo suerte, pero el contenedor estaba tan lleno que sus libros ya no estaban a la vista sino enterrados bajo las otras inmundicias arrojadas después de la suya. Atacado por un histérico frenesí, Borrego se puso a sacar bolsas de basura y estrellarlas contra el suelo, empinándose tanto que a punto estuvo de perder el equilibrio y caer dentro del contenedor. Su valeroso esfuerzo, sin embargo, se vio recompensado. Bajo una enorme bolsa, que rezumaba una pringosa mezcla de tomate frito y salsa vinagreta, encontró su tirada. Tres libros habían recibido de lleno la filtración de la escurridura y estaban tan untados en la salsa mixta que parecían los enormes tropezones de un guisote gigantesco. El cuarto, por suerte, estaba situado bajo los otros, que le habían protegido del destructivo efecto de la miasma. Sin dudarlo un instante, el arrepentido padre de los cuatrillizos rescató del basurero al menos estropeado y condenó definitivamente a la destrucción a sus tres hermanos.
Al día siguiente Borrego examinó al superviviente con calma y bajo luz natural. Lo primero que le llamó la atención fue el amarilleamiento de la cubierta, debido a la prolongada exposición solar durante meses de escaparate, pero milagrosamente exenta de grasa; la tapa, en cambio, había corrido peor suerte y su retrato era irreconocible por el efecto del formidable manchurrón de tomate frito que lo cubría casi por completo. El canto, por su parte, estaba salpicado de churretes que desde el borde de las hojas afectadas se habían extendido por los márgenes aunque sin llegar en ningún caso a invadir el texto. Las páginas más afectadas eran la de guarda, la portadilla y la portada. Estaban tan grasientas y malolientes que a Borrego no le quedó otro remedio que arrancarlas, cosa que hizo sin demasiada pena dado que solo contenían el título, el nombre de la editorial, los créditos y demás, mientras que la narración propiamente dicha no comenzaba hasta la undécima página. Con su autoestima en franca recuperación, el autor de Ejecutoria… tomó la solemne determinación de volver a intentarlo. En cierta ocasión leyó que, para considerar a alguien escritor, bastaba con que hubiese vendido un solo libro. La pertenencia a esa clase superior de hombres, por tanto, era cuestión de cualidad y no de cantidad. En su caso, además, vender un ejemplar supondría colocar el cien por cien de la edición, algo de lo que no todos los autores que se decían consagrados podían presumir. Así que, sin pensarlo más, se dirigió a una librería distinta de las que ya conocían su obra y ofreció su libro en depósito. El encargado le hizo comprender que el lugar adecuado para tratar de vender un libro de aquellas características era una librería de viejo; precisamente esos días se celebraba en la ciudad una feria del libro antiguo y de ocasión, en cualquiera de cuyas casetas seguramente aceptarían gustosamente su ejemplar. Agradecido por el consejo, Borrego se dirigió directamente al recinto ferial y se detuvo ante la primera caseta. El vendedor, un sesentón de aspecto desaliñado, dormitaba en una silla medio oculto tras el mostrador. Cuando Borrego llamó su atención y le ofreció su tocho, el librero se irguió, chasqueó la lengua varias veces y alargó el brazo con desgana. Tras un rápido examen de la mercancía, hizo ademán de devolvérsela a su propietario pero, cuando Borrego se disponía a recoger el libro con resignación, la actitud del librero cambió súbitamente. Presa de un gran nerviosismo buscó por todas partes sus gafas de présbita, que llevaba colgando del cuello, y volvió a inspeccionar el libro, pero esta vez con las lentes prácticamente en contacto con la cubierta, el lomo, la contracubierta, el canto, las páginas, todo. A continuación tragó saliva, miró a su proveedor a los ojos y le soltó a bocajarro:
- ¿Cuánto pide?
Borrego le aguantó la mirada al librero, tragó saliva también y le contestó sin titubeos:
- Setenta.
- ¿Setenta? ¿Quiere decir setenta mil? –una mueca de incredulidad acabó con la aparente imperturbabilidad del viejo zorro.
- Eso es, señor –reafirmó Borrego- Setenta mil pesetas.
Le había dado muchas vueltas por el camino. Si ponía a la venta el libro era para eso, para obtener por él lo que realmente costaba. No para malvenderlo o regalarlo. Pues bien, recuperar sus cuatro ejemplares le había costado 68.900 pesetas y ese precio, redondeado el alza, era el nuevo valor del tomo superviviente.
- Trato hecho. Aquí tiene usted. Tome. Diez, veinte, treinta… cuarenta, cincuenta, sesenta… y setenta.
Borrego se quedó pasmado. Increíblemente, el viejo librero de viejo no sólo no le mandaba a paseo sino que le compraba su libro a las primeras de cambio. Quiso decir algo pero fue incapaz de pronunciar palabra. Aceptó el dinero, dio media vuelta y se alejó rápidamente sin comprender muy bien lo que acababa de suceder pero al mismo tiempo sin querer saberlo y, sobre todo, sin acabar de creérselo. De lo que no había duda era de que, finalmente, había conseguido vender un libro. Por lo tanto, ya podía considerarse todo un escritor, y eso era lo que importaba. Su infinita perseverancia acababa de ganarle definitivamente la partida a su escaso talento.
No habría caminado ni una docena de pasos cuando el nuevo propietario de Ejecutoria…lograba al fin marcar el número correcto en su teléfono móvil tras equivocarse un par de veces por la excitación.
-¿Oiga? ¿Oiga? ¿Sí? ¿Señor Dumio? ¡Bendito sea Dios! Si está de pie le aconsejo que se siente, porque cuando escuche lo que voy a decirle lo mismo se desmaya usted. ¿Preparado? ¿Sí? Pues, ¡allá va! Acabo de comprarle a un tipo muy raro nada menos que…
* * *
“Hace unos días la prestigiosa Galería de Subastas CASA PUJO’S (“seriedad y prestigio desde 1883”) despachó un lote variado de obras de arte entre las que se encontraba un libro cuyo precio de salida era nada menos que un millón de pesetas. No se trataba de un incunable, ni de una reliquia del Siglo de Oro, sino del único ejemplar conocido de una rarísima edición del siglo XX. El título, Ejecutoria de un hombre en pos de su destino. El autor, nada menos que el gran Jorge Luis Borges (1899-1986). Entre 1919 y 1921 el argentino universal vivió en España, donde llegó a publicar, que se sepa, tres obras de corta tirada que pasaron totalmente desapercibidas. De dos de ellas se tenía noticia, mientras que de la otra no se sabía absolutamente nada. A la hora de firmarlas, Borges utilizó sendos seudónimos valiéndose de las dos sílabas de su auténtico apellido. Así, en 1920 dio a conocer en Sevilla la colección de poemas Finuras como J.L. Bordenave Gestoso, mientras que un año más tarde, ya en Madrid, publicó la novela histórica La locura de los Trastamara bajo el nombre de J.L. Bordaberry Gessner. Se sospechaba que la tercera obra en cuestión era una especie de ensayo autobiográfico pero nada más se sabía de ella, aunque se suponía que su ilustre autor habría utilizado el mismo recurso a la hora de firmarla. Pues bien, ochenta años después de su publicación, el único ejemplar conocido de Ejecutoria de un hombre en pos de su destino, de un tal J. Luis Borrego Gestal, tercer seudónimo “español” de Borges, ha visto al fin la luz. A pesar de su deficiente estado de conservación, el libro fue adjudicado en casi cinco millones de pesetas. Como es costumbre en esa casa, la dirección de Pujo’s no ha dado a conocer ni la procedencia de la pieza ni la identidad de su comprador. Lo único que puede afirmarse de la misteriosa obra póstuma de Borges que nadie hasta el momento ha podido leer es que se ha convertido, sin duda alguna, en el libro más caro del mundo.”