Sobredosis

Señor juez: 

   Antes de nada, antes incluso de pedir que no se culpe a nadie de mi muerte, he de formularle a usted la siguiente pregunta: ¿su señoría sabe música? Lo suponía. Cómo iba a entender de la más sublime de las artes una pila ambulante de gruesos librotes abarrotados de preámbulos, artículos y enmiendas. Y no es lo malo los libros. Es que así tendrá usted también el cerebro, ¿no es cierto? A rebosar de sumarios y requerimientos. Un legajo arrugado y polvoriento, en eso debe consistir lo que transporta usted dentro de la cabeza; dicho sea con todo el respeto y sin ánimo de ofender. En mi vida he faltado a nadie y, si alguna vez lo hice, juro que fue sin quererlo y pido perdón por ello. No tengo nada contra nadie y menos contra los jueces. Si así fuese, podría aprovechar esta magnífica oportunidad para insultarles a ustedes en este escrito hasta hartarme y, obviamente, sin temor alguno a represalias por desacato, dada mi condición de difunto cuando usted lo esté leyendo. Además, cada cual tiene la cabeza llena de lo suyo: usted, de leyes; otros, de números; la mayoría, de serrín. Yo, ya ve usted, la tuve de corcheas. Nací músico, la música fue toda mi vida y finalmente ha sido la música la causa de mi muerte. Bien, pues vaya usted buscándose un colaborador que tenga conocimientos de solfeo y armonía; bastará aunque sean rudimentarios. Sólo así podrá comprender completamente el significado de esta misiva y, por tanto, de mi muerte. Como no creo que ningún funcionario de su juzgado sepa algo de música (lo contrario sería una sorpresa), tendrá usted que echar mano de un experto. Chocante, ¿verdad? Un perito músico debe ser algo insólito. 

            Antes de continuar, quisiera pedirle un favor, si no le molesta. Como supongo que será usted quien presidirá el levantamiento de mi cadáver, o, lo que es lo mismo, que nadie lo habrá tocado hasta que usted llegara, le ruego que ordene el máximo cuidado a quien deba retirarme los auriculares de la cabeza: valen un dineral. ¿Qué cuánto? Da vergüenza confesarlo, pero seguro que su precio actual dobla el sueldo de su señoría. Un escándalo, lo sé. Pero sepa usted también que un servidor no ha tenido otro vicio en su vida que el disfrute de la música grabada. Otros se gastan los cuartos en cosas mucho menos recomendables. En cambio yo, que carezco de cónyuge y descendientes directos, he preferido invertir mis honrados y más bien justitos ingresos de funcionario en buena música y buenos aparatos que la reproduzcan con el máximo realismo posible. Siempre fui cuidadoso con mis cosas, pero eche usted una rápida ojeada a mi equipo de alta fidelidad, a mi teclado electrónico y a mi colección de discos aprovechando que se encuentra en la misma minúscula habitación que encierra mi tesoro y verá que, en lo tocante a la música, el esmero habitual en la conservación de mi modesto patrimonio se ha exaltado a un celo, un mimo y un cariño más propios de un padre enternecido que de un vulgar propietario de objetos de consumo. De manera que, aunque ya no me van a servir para nada, por favor, traten mis cascos con esa delicadeza a la que están acostumbrados. Permítame sugerirle que sea el forense el encargado de retirarlos de su emplazamiento; más que nada, porque, dado lo espantoso del procedimiento que he escogido para quitarme la vida, es más que probable que mi desfigurado rostro ofrezca una mueca tan inolvidablemente espeluznante que tan sólo un médico, y más si es forense, sea capaz de soportarlo sin que su pulso tiemble lo más mínimo al acercarse a él para efectuar esta operación. Mis ojos, verá cómo no exagero, habrán sido expulsados de sus órbitas, mi boca, babeante, estará torcida completamente para un lado y la lengua parecerá que quiere escaparse también del mismo horror a través de su orificio abierto de par en par. 

            Una vez que el forense (quien, a buen seguro, estará harto de ver muertos con peor aspecto que yo) haya rescatado felizmente los auriculares, ya puede usted obrar como mejor le plazca. Pero, naturalmente, deberá en primer lugar liberar mis muñecas de las esposas que me mantuvieron encadenado al sillón durante la mortal sesión de tortura a la que voy a someterme esta misma noche. Unicamente así podré acabar con la desesperante situación que ha venido a amargar, del modo más cruel, los últimos meses de mi existencia, hasta el extremo de anhelar su fin por encima de todo. Las esposas, señor juez, han significado en este asunto lo que las amarras con que Ulises se hizo atar al mástil. Por cierto, la llave que permite su apertura está en el cajoncito de mi escritorio. No crea que me resultó fácil colocármelas yo solo. Tuve que realizar varias sesiones de entrenamiento, pero al fin lo conseguí. No hubo cómplice, palabra de muerto. 

            Quizás, señor juez, a estas horas ya se ha presentado en su juzgado una denuncia por agresión con un mando a distancia, probablemente con resultado de un gran chichón o herida en la cabeza, o de magulladura en un pie, como mucho. No lo dude, se trata del mío. Yo mismo lo arrojé por la ventana, con la secreta esperanza de acertarle en la crisma a uno de esos zánganos que se pasan el santo día haciendo el mono con el monopatín bajo mi ventana, triqui traca, triqui traca, siempre alborotando. Ya sé que un mando a distancia no pesa gran cosa, pero teniendo en cuenta que fuerza es igual a masa por aceleración, creo, y que vivo (por muy poquito tiempo ya) en un undécimo piso, confío en que el factor velocidad adquiriese una magnitud respetable o cuando menos digna de producir un escarmiento duradero en esa bandada de gamberros ociosos que habían hecho de mi acera su pista de circo particular. Caso de haber hecho diana, no obstante, espero que las lesiones no hayan pasado de un buen coscorrón, como digo. Si hubiese querido matarlos les habría bombardeado con mis tiestos de geranios, pero salga usted a la terracita y verá que no falta ninguno. Insisto en que sólo pretendía ahuyentarlos, no causar una masacre entre los muchachos. Por no hacer, ni apunté. Ni miré siquiera hacia abajo cuando lo lancé al vacío. Señor juez, las funciones de un mando a distancia son ilimitadas. ¡Qué invento tan fascinante! Lamento haberlo destruido de esa manera, pero era absolutamente necesario. De haberlo conservado en mi cuarto, es seguro que, a poco de iniciarse el suplicio al que iba a someterme, me habría acercado hasta él arrastrando penosamente el sillón al que me encontraba esposado, con la fuerza sobrehumana que sólo es capaz de proporcionar la extrema desesperación, y habría accionado con la punta de la nariz, o de la lengua si fuese necesario, el botón capaz de detener inmediatamente la horrísona babel de sonidos. Ya sé que podía haber encerrado el mando en el congelador del frigorífico, o en la taza del retrete, escondites inaccesibles para una nariz adherida a un hombre esposado a un sillón, pero no olvidemos el necesario escarmiento a distancia de los gamberretes del monopatín. Si el susto que se llevaron al ver el milagro de la sangre brotando de una de sus cabezas huecas fue suficiente, seré recordado por mi comunidad de propietarios, no como el insociable vecino que un buen día se quitó la vida, con la mala nota que tal antecedente proporciona a un barrio, sino como el héroe que les libró para siempre de aquel rebaño de ruidosos golfantes desocupados con el que nadie antes había osado enfrentarse.

            Estará preguntándose usted qué es lo que me ha matado, como es lógico. Dígales a sus ayudantes que no se molesten en buscar cosas raras. Que no enreden inútilmente. Ni en el apartamento (donde no encontrarán venenos, armas, drogas ni medicamentos) ni en mi propio cuerpo (que no presenta la menor señal de violencia). Si quiere usted hacer trabajar al forense, ordénele mi autopsia, pero le aseguro que no encontrará nada sospechoso en ninguna de mis vísceras; salvo que el cerebro de los melómanos más exquisitos y refinados pueda desintegrarse ante el horror de la cacofonía. En este caso, es posible que encuentren el mío convertido en puré. ¿Sabe su señoría distinguir un lector de discos compactos del resto de componentes de una cadena de alta fidelidad? No importa. De los cinco elementos que componen la mía (amplificador, ecualizador, lector de discos compactos, magnetófono y radio), el asesino es el que ocupa el centro. Justamente el que está mucho más metido, como empujado hacia el fondo del mueble que los cobija. Al disponerlo de este modo, me hubiera resultado imposible accionar la tecla “Stop” con la nariz o la lengua aunque lo hubiese intentado, de lo que no me cabe duda, cuando el pandemonium de chirriantes disonancias invadiese fatalmente mi cabeza. Bien, señoría. Acérquese al lector y oprima la tecla “Open/Close”. No se preocupe, si nadie ha tocado nada, como debe ser, todavía continuará enchufado el aparato. Oprímala y al instante saldrá del aparato hacia usted una bandejita sobre la que descansa un pequeño disco plateado. Tómelo. Él me ha matado. 

            No me choca que esté tan sorprendido. Apuesto a que el forense también lo está. No entienden nada, ¿verdad? ¡Cómo es posible que una persona pueda morir a causa de una audición, nada menos que de la Quinta Sinfonía de Beethoven? Es lógico que piensen que existe un truco. Que hay gato encerrado. Pues no. Les aseguro que, efectivamente, se trata del inmortal Opus 67 del genio de Bonn. Pueden comprobarlo, si lo desean. Para ello, deposite el señor juez el disco de nuevo en la bandeja y oprima la tecla “Play”. En pocos segundos tendrán a la Orquesta de Cleveland atacando el requeteconocido po-po-po-pooooo…, etc., a las órdenes del maestro Szell. Magistral. No vayan a creer que yo escuchaba cualquier versión de cualquier obra. En mi discoteca sólo encontrarán las mejores. ¡Y cómo suena!, ¿eh? Hasta un juez y un forense deben rendirse sin remisión ante una música tan poderosa, tan universal, tan inmensa. Bien, pueden escucharla entera, si lo desean, pero no se olviden al final de extraer el disco (ya saben, “Open/Close”), guardarlo en su estuche (está ahí mismo) y devolverlo a su sitio, en la estantería más alta (se ve de sobra el huequecito que debe ocupar). Luego, me cierran la bandejita de nuevo (“Open/Close” otra vez) y desconectan de la corriente tanto el lector como el amplificador (la pieza superior), pulsando para ello la tecla “Power” que presentan ambos aparatos; llevarán muchas horas encendidos y un calentón podría echarlos a perder. Ya sé que está usted impaciente, señor juez, por llegar cuanto antes hasta el fondo de este asunto. Calma, ya está llegando. Primero debía asegurarme de la devolución del disco a su sitio, la desconexión eléctrica de los aparatos y todo lo demás. Si hubiese comenzado con lo único que a usted le interesa, a saber qué sería de mi equipo. 

            Verá. El invierno pasado pasé una gripe como hacía muchos años que no padecía. Fue un trancazo tan imponente que en algún momento llegué a pensar que me moría. Ojalá hubiese sido así, porque la calentura acabó cediendo, sí, y la maldita tos, y la sensación de haber recibido una paliza fenomenal. Pero me quedó la más terrible secuela que un gran aficionado a la música clásica pueda padecer en su vida. Peor que perder una pierna, o un brazo. Peor que perder hasta la vista, señor juez. Que Dios me perdone, pero peor aún que perder la vida: un pitido en el oído derecho. ¿No es horrible? Un inmisericorde pitido, día y noche, un tormento constante, un castigo despiadado que no creo haber merecido. Ha sido espantoso. Durante el día, vaya. La barahúnda de la vida es más fuerte, claro, y lo  soportaba mejor. Pero al caer la tarde, en el momento de quedarme solo en mi cuartito de música, el maldito pitido se apoderaba de mí como un demonio de su poseso. Usted no se puede hacer una idea de lo que es para un melomaníaco como yo (lo mío, señor juez, no es afición, sino adicción) tener que escuchar continuamente un molesto ruido que, para más inri, llevo ahí dentro, justo al otro lado del mismísimo tímpano. Pero es que ahí no queda la cosa, señor. (A partir de este momento le conviene tener a mano ya al entendido en música al que me referí al principio de la carta). La escala musical temperada, que es la que ha regido la música occidental toda la vida, consta de doce notas. Doce sonidos diferentes. Ya sabe, las doce teclas del piano, cinco negras, siete blancas, ¿sí? Bien. Hasta este mismo siglo, las obras musicales se construyeron de acuerdo a las reglas de la tonalidad. Su asesor se lo explicará con más detenimiento, no se preocupe. Sólo quiero que sepa ahora que, cuando decimos que tal obra está en do mayor, o en mi bemol menor, por ejemplo, significa que esas notas (do, mi bemol) son las primeras de la escala que sirve de eje o columna vertebral a la composición. 

            Sepan ustedes que, a la hora de ponerse a escribir una nueva obra, los músicos no escogen las tonalidades por capricho o al azar. Nada de eso. Cada tonalidad posee un color distinto y expresa una emoción o un estado de ánimo diferentes (no pierda la entereza, señoría, que pocos levantamientos de cadáver le resultarán tan instructivos como éste). Como norma general, las tonalidades mayores son alegres y optimistas, mientras que las menores presentan un panorama inconfundiblemente triste y sombrío. Existen tonalidades melancólicas, luminosas, lúgubres, triunfales… Algunas, como comprenderá, han sido más utilizadas que otras por los compositores, no digo cuáles para no cargarle. Ahora bien, hay otras tonalidades que los músicos escogen rara vez para definir armónicamente su música… por lo horrorosas que son. El símil con la pintura es perfecto. ¿Se imagina usted a la Gioconda con la piel de color añil? ¿Al Guernica en rojo y amarillo? ¿A Los Girasoles en tonos verdes? Ande, pregúntele a su experto si ha escuchado alguna vez una composición musical en la insólita y lánguida tonalidad de re bemol menor y verá qué cara más rara le pone. Nadie compone en esa birria de tonalidad. Absolutamente nadie, señor mío. ¿Qué y qué? Pues que mi pitido, sabe usted, es (era, a estas benditas horas de rigidez y livideces) en re bemol, y el odioso no ha tenido a bien modular ni un miserable semitono desde su instalación en mi oído derecho, ya va para un interminable año. 

            Cuando, seguro de que no se trataba de una molestia transitoria, me abalancé sobre mi teclado electrónico para localizar el dichoso pitido en la susodicha escala temperada, no pude menos que lanzar un grito de terror. ¡Re bemol! . Iba a pasarme el resto de mi vida (eso dictaminaron la media docena de otorrinos que consulté y que no hicieron conmigo otra cosa que sacarme los cuartos a cambio de llamar “acúfeno” a mi pitido) con un irritante, inaguantable y monótono re bemol pegado a mi oído derecho. ¿Sabe usted lo que eso significa? Pues ni más ni menos que una constante disonancia con cualquier música que me propusiera escuchar, señor juez. En otras palabras, una condena a silencio musical perpetuo o, peor aún, a tener que vivir con la radio o el televisor permanentemente enchufados, señoría. ¿Se da cuenta ahora? Pero es que todavía hay más. Su competente perito le explicará con más tiempo del que yo dispongo que la altura de la primera nota de la escala (la tónica) no basta para definir una tonalidad. Está, además, la tercera o modal, tan importante o más, ya que según el intervalo que la separe de aquélla (dos tonos completos o un tono más un semitono), así será el modo (mayor o menor, respectivamente) de dicha tonalidad. En definitiva, que mi re bemol podía ser mayor o, lo que es peor todavía, menor. Desafortunadamente, los armónicos del maldito pitido se decantaban claramente por la segunda opción, es decir, por el desastre total. Créame, no ha existido compositor serio o en sus cabales que haya escrito absolutamente nada en re bemol menor. Palabra de honor. Salvo, naturalmente, la obligada excepción a la regla. ¡Qué gripe más cruel, señor juez! Entre los veinticuatro pitidos posibles de la paleta armónica, la malvada vino a marcar el resto de mis días con una tonalidad atípica, horrible y enferma. Con un pitido en do mayor, en la menor, en mi o si bemol mayor, en sol mayor, en si menor o, si me apura, en fa sostenido mayor o menor, hubiese podido seguir disfrutando de buena parte de las grandes obras de los grandes maestros, pues mi cultura musical se las habría apañado sin duda para aprovechar el dichoso acúfeno como una nota pedal, un bajo continuo o lo que fuera. Recursos musicales no me hubiesen faltado, se lo aseguro. Pero con un re bemol menor, no hay nada que hacer. Bueno, casi nada. 

            Ya dije antes que, espoleado por la consternación y la desesperanza, me lancé a la búsqueda de cualquier cosa escrita en tan absurda tonalidad, y lo hice con tal frenesí que acabé encontrándola. Mi biblioteca musical, falsa modestia aparte, es magnífica. Lo que no pueda encontrarse en ella, más vale no continuar buscando. Tarea inútil. Así pues, en el tomo III, página 368, párrafo cuarto del prestigiosísimo Grove Dictionary of Music, pude localizar la irrelevante biografía de un músico checo llamado BLANIK, Jan Nepomuk (Brno, 1845 – Praga, 1907) entre cuyas escasas obritas menores (tres o cuatro polcas de salón, un par de marchas de circunstancias y una mazurca-capricho que, afortunadamente, se perdieron por completo) descollaba nada menos que toda una Obertura de concierto, titulada “La esperanza de Moravia”, escrita… ¡en re bemol menor! Wagner (o sea, Dios) aprieta pero no ahoga, exclamé alborozado, pues, cuando menos, a partir de este descubrimiento podría escuchar alguna música sin interferencias insalvables. Además, el tal Blanik había sido alumno nada menos que del gran Bedrich Smetana, del que su señoría probablemente no ha oído hablar, pero su perito, estoy seguro, estará de acuerdo conmigo en que su obra no merece sino vehementes elogios. Con semejante maestro, traté de animarme, Jan Nepomuk no podrá decepcionar. Será, me dije, uno de esos excelentes músicos checos imperdonablemente olvidados, cuya obra, del todo desconocida (por excluida de los grandes circuitos comerciales, usted me entiende), está pidiendo a gritos una urgente y justificada exhumación. Sólo Dios sabe la guerra que di hasta conseguir la única grabación existente de “La esperanza de Moravia”. Mi proveedor habitual de discos casi da en loco por lograr su importación desde la antigua Checoslovaquia. Pero lo consiguió. Siempre se portó muy bien conmigo ese chico. No he olvidado la cara que puso cuando me lo entregó en la tienda. Como diciendo, y para esto me has hecho dar tantas vueltas… No tuve valor para preguntarle cuál era su opinión sobre aquella música, porque estaba seguro de que él la había escuchado ya. Ya me llevaría personalmente la decepción, esa misma noche, en mi casa. En esta misma habitación, señor juez. 

            Fue verdaderamente horroroso. El pitido, como era de esperar, se acopló a la obertura desde el primer compás, pero ya en el octavo comenzó a sonar la alarma de lo detestable y sin finalizar siquiera el primer tema pude saber que incluso el gran Smetana, señoría, tuvo que aleccionar a zotes para sobrevivir. Así de triste. ¡Qué pobreza en la invención!, ¡qué vulgaridad en la melodía!, ¡qué miseria en la instrumentación! Así se escriben los curriculos, señor juez: “fue alumno de Bedrich Smetana”. Nada menos. Pues, ¡qué poco aprendió del autor de “Mi patria”! Ni copiar debía saber el pobre Blanik, se conoce. Mediocre, insulsa, insufrible obertura, sí, pero mira por dónde, en re bemol menor. Y me la tuve que tragar. ¡Vaya si me la tragué! No quiera usted saber la de veces que me he metido en el cuerpo esa muestra de incompetencia, falta de inspiración y bastedad de oficio. Y cuidado que está bien grabado, encima. Lo bien que suena, semejante matraca. Escúchenlo ustedes, si tienen el valor suficiente. Usted igual no, señoría, pero el forense y el perito lo soportarán; por razones bien distintas (su respectiva experiencia en el depósito de cadáveres y en el conservatorio), estarán acostumbrados a enfrentarse a horrores mayores. 

            Ahora bien, no debo ser tan injusto con esta insoportable obertura, pues durante algún tiempo consiguió hacerme olvidar el tormento del pitido. Cada noche me acostaba con sus ecos, los cuales, al admitir plenamente en su estructura armónica a mi molesto acúfeno (había pasajes en los que hasta logré reconciliarme con él, pues sonaba igual que un flautín que Blanik hubiese incluido en su murga), me permitían conciliar el sueño. Pero, una noche, bien. Dos, tres, siete, vaya. Ahora bien, diez, veinte, treinta, ¡cien noches! Pagando tan alto precio por mal dormir unas horas… ya estaba bien, señor juez. Lo juro por Dios: no hay bicho que lo aguante. Se lo digo yo, que de aguantar sé más que nadie, pues no en vano llevo treinta años tras el mostrador de información de la delegación provincial de Hacienda. Así que un día me dije: hasta aquí hemos llegado. Prefiero la muerte antes que un día más de esta intolerable pareja de infrahumanos tormentos formada por un pitido auditivo postgripal y la no menos espantosa obertura de un maldito aficionado. Y lo planeé todo cuidadosamente. 

            Ante todo, había que buscar una tonalidad lo más chirriante e incompatible posible con la de Re bemol menor, es decir, Do menor. A continuación, escoger una obra maestra escrita en esta tonalidad, con un poderío fuera de lo común y que al mismo tiempo formase parte de mis músicas predilectas. Ya está:  la Quinta Sinfonía de Beethoven. Luego vendría la cuidadosa puesta en escena: el lanzamiento del mando a distancia, la colocación del lector de discos compactos fuera del alcance de mi nariz aguileña, el acoplamiento de los auriculares y el esposado final a mi vieja poltrona. Como ve, señor juez, mi plan no ha fallado.

            Adiós, señoría. Trataré de abandonar este mundo con la dignidad de siempre. Procuraré mitigar mis horribles sufrimientos (consecuencia de la lucha sin cuartel que dos tonalidades que se odian, repelen y combaten como enemigos mortales, van a librar dentro de poco en el torturado campo de batalla de mi entendimiento musical) consolándome con el recuerdo de que tanto Beethoven como Smetana fueron completamente sordos. Y no ponga en duda la Justicia que un servidor no ha muerto de otra cosa que de una brutal sobredosis de disonancia, voluntariamente administrada. 

            Que Dios se apiade de mi pero, sobre todo, de los desdichados habitantes de ese lejano país sin esperanza posible llamado Moravia.