La mayoría de los privilegiados habitantes del mundo desarrollado vivimos dos etapas bien distintas. En la primera, que en el mejor de los casos puede alargarse hasta los 50, el cuerpo es nuestro mejor aliado; en la segunda, nuestro peor enemigo. Durante las primeras décadas, el organismo sano es una máquina increíblemente compleja y casi perfecta. Al alcanzar la edad adulta, pongamos a los 18, los tejidos que forman sus órganos, aparatos y sistemas son de la máxima calidad, su funcionamiento, óptimo, y su rendimiento, máximo. Hasta los 30, o así, si no sobrevienen enfermedad o lesión, el ser humano es capaz de las mayores proezas físicas, que, al contrario de las psíquicas, convierten en ídolos de masas a sus protagonistas.
Pero llega un momento en el que, por mal uso, desgaste o proceso patológico ya presente en los genes cuando nacimos, alguna de las piezas que arman el sofisticado mecanismo anatomofisiológico que nos permite existir comienza a fallar, en la mayoría de los casos sin arreglo posible. Entonces, el corazón, el pulmón, el riñón, la mama, la próstata, el intestino, la rodilla o el ojo que nos hacían la vida tan llevadera, sin que lo apreciásemos, se convierten en el problemón que amargará el resto de nuestra existencia como seres crónicamente enfermos, medicalizados y fármacodependientes. El deterioro físico (y del mental no hablamos) es la factura que el cuerpo nos presenta un mal día por haber disfrutado de sus maravillosas prestaciones durante decenios. Sucede, además, que en 1900 era raro el español que vivía hasta los 60 y hoy cada vez hay más nonagenarios y centenarios, gracias a los avances médicos que no cesan de proporcionar más cantidad de vida, en detrimento de la calidad, a cuerpos biológicamente no programados para durar tanto.
Quienes denuncian el presunto deterioro de la Sanidad desconocen, quizá, que no es posible dar todo a todos en todo momento y lugar; que la asistencia sanitaria universal gratuita de calidad y el generoso sistema de pensiones que disfrutamos son un enorme privilegio; que las enormes inversiones que realizan los sistemas sanitarios no se traducen en una mejora del nivel de salud de la población; y que algún día habrá que fijar unos límites a la utilización de los recursos públicos, no solo sanitarios, porque España está endeudada hasta las cejas en buena parte por hacer frente a unos gastos insostenibles en protección social de una población envejecida —cuya gestión, además, es harto mejorable—, hipotecando el futuro de los jóvenes.
Además, casi todos los de la segunda fase con quienes me cruzo aún llevan puesta la mascarilla, así que, aunque crean que existe, y que tienen plaza asegurada, se ve que ninguno tiene prisa por subir al cielo. Por si acaso.