Una de las fortalezas de los países industrializados, dicen, es que sus habitantes disfrutamos de mayores niveles de renta per cápita y, por tanto, de calidad de vida. Pero per cápita significa «por cabeza», o sea, por persona, y esa renta se calcula dividiendo el valor de la producción de bienes y servicios (PIB) de un país por el número de seres humanos que lo pueblan, durante un período determinado; puntualizo lo de humanos porque de momento los perros no cuentan, aunque todo se andará.
Así que esto del PIB per cápita es relativo, porque si su cápita de usted reside en Madrid, la renta sería de 32.000 euros, la más alta de España (y, junto con País Vasco, las únicas comunidades autónomas que están por encima de la media europea), pero en Canarias sería de 17.500, la más baja. En La Rioja, con unos 25.700, andamos por encima de la media nacional. El desfase entre estas cifras macroeconómicas y los ingresos reales de la gran mayoría de las cápitas españolas evidencia la falacia de adjudicar la misma renta a Amancio Ortega que al mendigo de la entrada al supermercado.
Pues bien, una de las debilidades de las sociedades desarrolladas es el ruido que sus moradores hemos de soportar. El ruido per cápita español es el más alto de Europa y seguro que el riojano también supera la media. Y el ruido es mucho más que una fastidiosa molestia; la invisible contaminación acústica es un problemón de salud pública con importantes repercusiones en la individual: dolor de cabeza, irritación, estrés, mala calidad del sueño y problemas cardiovasculares. Y las estrategias para combatirlo, desde europeas hasta municipales, yerran porque el único parámetro contemplado es cuantitativo: la intensidad del ruido, medida en decibelios, y solo del producido por el tráfico, el ferrocarril o la industria. Los demás no cuentan.
Sin embargo, ruido es todo aquel sonido que no se desea escuchar y, por tanto, no solo son ruidos los que emiten el tubo de escape de la moto montada por descerebrado, la perforadora de hormigón o el irritante chirrido de una cortadora eléctrica. Los ruidos que nos sacan de quicio a muchas cápitas provistas de un pabellón auditivo a cada lado son, por ejemplos, el de adultos vociferando, jóvenes gritando y niños chillando, el de músicas insufribles agrediéndote en cualquier parte o el del puñetero perro que no para de ladrar en todo el día y que como no da suficientes decibelios tienes que aguantarlos a él y a su incívico dueño. Un problema cualitativo que no se resuelve «pacificando» calles sino enseñando respeto al prójimo a ciudadanos con menos educación per cápita que ese chucho ladrador que será poco mordedor, no lo discuto, pero jodedor, hasta decir basta.