Armonía y otros cuentos

Portada de Armonía y otros cuentosTítulo: Armonía y otros cuentos
Publicado por: ONCE
Fecha de publicación: 1989
Páginas: 110
ISBN: 84-87277-20-9

En 1991 me presenté al Premio Tiflos de Cuento con un libro al que no le puse título y que contenía las siguientes narraciones breves: Armonía, Bajo la ducha, Duelo, El caso de Anastario R.,Encuentro, Expolio, Gloria, La confesión del agente Magariños, La segunda vida de Paciano, Recuerdos de Nueva York, Una historia increíble, Una noche sin estrellas y Vuelta.

Un jurado compuesto por Manuel Alvar, Francisco Ayala, José Hierro, Pablo García Baena, Luis López Anglada, Ruperto Ponz Lázaro y manuel Cejudo Pinillos me concedió el premio, que entonces era uno de los más importantes y mejor dotados económicamente de cuantos se convocaban en España.  Fue un gran estímulo para continuar escribiendo.

 

 

* * *

 

LA SEGUNDA VIDA DE PACIANO

 

            Aquél año también había sido muy seco y la uva menguada y de poco grado. Un mes después de la vendimia seguía sin caer una gota y el airón estaba llevándose la hoja en cuatro días dejando las cepas desnudas, indefensas ante el frío del raso, y los sarmientos un poco más enclenques aún que el año ante­rior. Así que, una tarde soleada de noviembre, Paciano enganchó el carrito al macho y tiró para la viña harto de aguardar y mirar al cielo, dispuesto a podar aprovechando el menguante. Todavía no había salvado la loma cuando se cubrió el cielo tan ligero como si le hubiesen echado de repente un toldo de guata sucia al pueblo. Ya sólo por la inesperada nubarrada, Paciano empezó a renegar farfullando para sí exclamaciones de disgusto sal­picadas de juramentos cotidianos, los mismos que le salían sin esfuerzo cuando alguno se daba mus negro, la sopa de ajo le abrasaba la lengua o la artrosis le mordía la rodilla como un perro escaleras arriba de su casa. Pero cuando el chaparrón le caló hasta los calzones se puso en pie y estirando el brazo agitó con rabia el puño en dirección al cielo mientras dejaba escapar por entre sus dientes apretados una rotunda, desafi­ante y terrible blasfemia. Era la primera vez que Paciano soltaba una imprecación tan fuerte, pero tuvo tan mala fortuna que el Dios contra la que iba dirigida se solazaba con la tronada justo encima de él, al otro lado de las nubes, y pudo oír con clari­dad la ofensa.

            Aquella misma noche, al poco de quedarse dormido, Paciano fue despertado por una voz misteriosa que parecía provenir al mismo tiempo de las cuatro esquinas de su alcoba y que por tres veces le llamaba:

            - ¡Paciano..., Paciano..., Paciano!

            - ¿Quién es ahí?... ¿Quién me llama?

            El viejo labrador oprimió repetidamente el botón del interruptor de la luz que colgaba de la cabecera de su cama, pero la luz no se en­cendía. Aunque vivía solo y la voz no era ni la de su hijo ni la de su nuera, no sintió miedo sino extrañe­za cuando una tenue claridad, centelleante y violá­cea, invadió la habitación. Paciano se incorporó en su lecho pero no vio quién le llamaba con una voz penetrante y tan extraña que no parecía ni de hombre ni de mujer, ni de niño ni de viejo.

            - ¡Paciano..., Paciano..., Paciano!

            - ¿Quién es ahí?... ¿Quién me llama?

            - Paciano, escucha. En la bóveda del cielo estaba escri­to desde el día que naciste que ésta sería la última noche de tu vida, pero he aquí que hoy has ofendido a Dios gravemente de palabra y morir en tan grave pecado supone fuego eterno para el cuerpo y amargura infinita para el alma. Mas porque fuiste hombre de bien, honrado y recto, que no piadoso, el Señor misericordioso ha determinado concederte una nueva vida terre­nal a cuyo término, si permaneces en gracia, podrás sal­varte. Es deseo del Señor que en tu segunda humanidad seas privado de uno de los cinco sentidos, más como recordatorio de su benevo­lencia que como penitencia o escarmiento. Prueba de ello y como nueva demostra­ción de la generosidad divina, Él ha dispuesto que seas tú mismo quien decida de qué sentido habrás de ser privado desde el mismo día de tu renaci­miento. Antes del alba volveré para conocer tu decisión, que será transmiti­da al Altísimo. Después, tu primera vida se extinguirá, a la vez que las tinieblas, con los primeros rayos del sol.

 

            El resplandor azulado se apagó tras la última palabra del fantasmagórico discurso. La mano derecha de Paciano, que había quedado aferrada al interruptor, oprimió una vez más el botón mecánicamente, sumido aún en la incredu­lidad y el estupor, y la vieja lámpara arrojó al fin desde el techo su amarillenta luz a través de las tela­rañas. Paciano miró a su alrededor deteniendo la vista sobre los objetos de su alcoba para asegurar­se de dónde estaba: la cómoda, el retrato de la difun­ta Casil­da, el velador, la mesilla, el orinal, la jofaina. Luego permaneció largo rato en silencio, con la mirada perdida a través de los cristales de la ventana que le permitía saber la hora en el campanario de la parro­quia. Las dos y media. Pacia­no se rascó ruidosamente la calva y comenzó a ordenar los pensamientos que se atolondraban bajo ella. La viña y la sequía, el aguacero y la blasfemia, la opresión en el pecho a media cena y aquella aparición fueron desen­redándose en su mente hasta colocarse en el orden en que habían sucedido, hasta que recobró la plena conciencia. Nada más recomponer su pasado inmediato, Paciano se puso a cavilar acerca de su inminente futuro. El mensajero de Dios, la amenaza del in­fierno, la renuncia a uno de sus senti­dos, el amanecer y la segunda vida tras la muerte segura. Desde lo alto del campanil sonaron tres toques huecos y oscuros como la noche sin luna que aguar­daba fuera de la casa. No tenía mucho tiempo y Paciano, resignado a su suerte, empezó a cavilar acerca del sentido al que habría de renunciar. Cualquier cosa menos ciego, pensó a lo primero. Pues no habría peor castigo que no volver a ver los brotes de las hojas en primavera, el alto vuelo de la paloma desde el puesto o el cimbreo de las truchas plantando cara a la corriente. Cualquier cosa menos dejar de contemplar el rostro de los nietos, las partidas del café o la amanecida camino de la viña. 

            De los cuatro sentidos restantes, Paciano se quedaría en segundo lugar con el gusto, tan importante o más que la vista. Pues, ¿qué sería la vida sin sabores ni condimentos, sin el dulce de la fruta ni el picante de la guindilla y, sobre todo, sin poder catar el vino de la última cosecha?. Sin duda, el gusto era tan importante como la vista. Paciano se asomó a la ventana. Aún quedaban tres horas para el amanecer y tres sentidos por elegir. Y de los tres, olfato, tacto y oído, conservaría este último en su nueva vida. Pues a través de su oído todavía intacto, la interminable soledad de las tardes de invierno eran más soportables con la compañía de su viejo transistor en el regazo, y bien entrado mayo el jugueteo de las golondrinas le anunciaba el buen tiempo traído de tierras lejanas. A través de los oídos, Paciano escuchaba la música celestial de la lluvia en primave­ra, el chispo­rroteo del leño en el hogar y la bocina del coche del hijo que al fin venía a visitarle. 

            Cuando ya sólo le quedaba escoger entre el tacto y el olfato llegó el momento más difícil para Paciano. Hasta entonces había ido desechando sentidos con posibili­dad de rescatarlos, pero la última elección suponía la pérdida definitiva de uno de los cinco. Su primer impulso fue retener el olfato. De lo contrario no volvería a aspirar el aroma de las rosas del huerto o de las lilas del patio, ni el perfume de las brasas de sarmiento ni de la tierra mojada por la tormenta de verano. Además, de qué sirve un gusto sin olfato, pensó. Y renunció al tacto. Mas poco duró su decisión, pues cayó luego en la cuenta de que una piel áspera y muerta sería insensible al chapuzón en el río, al airecillo acariciando su rostro curtido en las noches de verano, a la manecita de su nieto refugiada en la suya, al amor de la Casilda, nada de esto era posible sin el tacto. Acuciado por la prisa, el hombre fue cambiando tacto por gusto, luego gusto por olfato, éste por el oído y hasta la vista dio por conservar los demás sentidos. Se tortu­raba pensando qué cosa sería peor, si no poder gustar el vino, escuchar su caída al escanciarlo, recrearse en el color mila­groso, percibir su fragancia en el vaso o sentir el vidrio en su mano. De pronto sintió un sudor frío, la vista nublada y como un hachazo hundiéndose entre el pecho y el brazo, y cayó desplomado sobre la cama mientras el cielo clarea­ba ya por saliente al tiempo que un resplandor azulado iba apode­rándose de la alcoba por cuyas cuatro esquinas brotaba una voz pene­trante y de timbre ambiguo y extraño:

            - ¡Paciano..., Paciano..., Paciano!...