Los extremos de la existencia humana son asombrosamente parecidos, casi superponibles, pero existe una gran diferencia: la impaciencia por la llegada de un bebé al mundo sólo es comparable a la de quienes se consumen esperando que el viejo majareta, insoportable y meón lo abandone de una santa vez. El hombre es un ser congénitamente desvalido y cuando su vida se acerca al fin no hace sino volver a su estado genuino, completando con su patético descenso la perfecta simetría de la parábola vital que describe la trayectoria existencial de cualquiera que viva lo suficiente para rematar la curva.
El niño en su sillita de ruedas de paseo y el viejo de mente deteriorada en su silla de ruedas de aparcamiento, salvo en que quienes se desviven por conducir la primera arrastran con desgana la segunda, se parecen en casi todo. En que dependen por completo de quien los alimente, asee, vista, desnude y les hable, aunque aún no puedan entender, y los escuche, aunque ya no puedan expresarse. En que son iguales de frágiles. En que no pueden caminar y hay que adivinar lo que les pasa cuando ríen o, con más frecuencia, cuando lloran. En que hay que cargar físicamente con ellos. En que su diminuta presencia basta para llenar hasta el último rincón de la casa, a juzgar por el vacío que se siente cuando falta el pequeño o lo mucho que estorba cuando está el viejo. En que donde los dejas les encuentras. En que hay que llevarles la comida a la boca. En que si no les cambias los pañales, apestan. En suma, en que no dan nada y han de recibirlo todo para sobrevivir.
Con una gran diferencia: mientras que los pequeños no han hecho nada para merecer todo eso, los viejos lo han dado absolutamente todo antes de alcanzar ese lamentable estado de muertos vivientes en que se han convertido gracias a los avances de la ciencia médica. Somos capaces de celebrar con regocijo la incompetencia esfinteriana del bebé mientras nos repugnan las de la bisabuela de esa criatura que lo único que sabe hacer, aparte de tragar y ensuciar un pañal tras otro, es berrear y particularmente por la noche. Es difícil imaginarnos haciéndole gracias con un sonajero a un anciano con su espíritu tan arruinado como su cuerpo, un quebradizo esqueleto recubierto de un pellejo reseco y lleno de surcos como sembrado en sequía, bajo el que se amontonan las ruinas de unos órganos que hace años dejaron de funcionar como manda la diosa Fisiología. Y, sin embargo, es lo único que hay que darles. Atención, conversación, cariño y calor. Y tiempo. Ese tiempo que derrochamos con los bebés y nunca nos alcanza para los viejos, los cuales, por ser lo más parecido a los niños de pecho, son quienes más lo necesitan, aunque no sepan cómo pedirlo, y más lo agradecen, aunque no sepan cómo expresarlo.