A principios de 1939 me encontraba en Barcelona formando parte de los maltrechos restos de la Administración republicana. El desastre militar se había consumado y bajo los bombardeos nacionales había comenzado la desbandada, el pánico colectivo, un dramático sálvese quién pueda. Y la salvación para nosotros se encontraba en Francia, único lugar dónde la multitud despavorida creía estar a salvo ante la inminente irrupción de las tropas enemigas. Francia, destino común e involuntaria tierra prometida para los vencidos, era la razón última para la esperanza en aquellos trágicos días.
A pesar de la confusión y el nerviosismo que se habían apoderado de las autoridades republicanas y del estado pesimista y de total abatimiento que reinaba en el Gobierno, aún no se daba todo por perdido y en vísperas de abandonar España todavía existían motivos para la ilusión y la confianza en el futuro. Como un noble animal herido de muerte, la República española trataba angustiosamente de aspirar la penúltima bocanada del aire necesario para prolongar su agonía y, por tanto, la vida. Y era cierto que en plena catástrofe final un gran balón de oxígeno anduvo muy cerca de salvar al desahuciado moribundo. En la sesión de las Cortes celebrada en el castillo de Figueras fueron tomadas algunas importantes decisiones con carácter secreto. Algunas informaciones dignas de credibilidad procedentes de París y Londres hablaban con insistencia de una intervención de las democracias europeas contra el ejército rebelde, desmintiendo así los rumores de un reconocimiento oficial del régimen del general Franco. Naturalmente, dicha intervención precisaba pactar previamente con el Reich alemán. Según el acuerdo, que podría ser firmado antes del verano, Hitler retiraría su ayuda a un Franco que había dejado de interesarle desde el punto de vista estratégico. A cambio, las potencias occidentales tolerarían el expansionismo pangermánico del führer en el Este, que ya había comenzado de hecho con la anexión de Austria, Moravia y la Prusia Oriental. Resignados a contemplar en el futuro una Europa dividida en dos bloques antagónicos, Francia y el Reino Unido querían asegurar la democracia en la península ibérica.
Si todo ello fuera cierto, urgía una reorganización dentro del caos y evitar a toda costa la diáspora de las fuerzas tanto políticas y militares como sociales y culturales leales a la República o identificadas con su causa. Había que actuar con rapidez y localizar a las personalidades españolas que huían desordenadamente entre la muchedumbre y hacerles partícipes de las esperanzadoras noticias en las que todos queríamos creer. Era preciso que aquellos que hubiesen cruzado ya la frontera francesa aguardasen la vuelta a la patria lo más cerca posible de ella, evitándose así una fuga descontrolada de quienes constituían el alma auténtica de una nación en ruina que iba a necesitarles en la inmediata reconstrucción.
En este estado de cosas recibí un encargo especial y ciertamente delicado del doctor Negrín en persona: buscar y encontrar al poeta Antonio Machado, de quién sólo se sabía que había sido evacuado de Barcelona junto con otras ilustres personalidades del arte y la ciencia, a bordo de unas ambulancias. Una vez localizado debía suplicarle que fijara su residencia provisional en algún lugar de Francia próximo a la frontera, donde debía permanecer en espera de convertirse en el futuro Presidente de la República Española. Pues una de las exigencias que las democracias francesa y británica plantearon como condición indispensable antes de su intervención era la de un profundo «lavado de cara» a la nueva República resultante tras la victoria militar. Por tal entendían en primer lugar la neutralización del creciente bolchevismo imperante en el país; el abandono de las tesis revolucionarias anarquistas y marxistas y del proceso desintegrador del Estado; la erradicación del anticlericalismo y la total garantía de un respeto a la Iglesia que garantizase el visto bueno del Vaticano a la «contracruzada». Por último, era absolutamente necesario elevar a la máxima responsabilidad política del país a un personaje moderado, de corte intelectual y paradójicamente apolítico, capaz de suscitar más respeto que rechazo entre las diversas fuerzas de la revitalizada República y de lograr una rápida cicatrización de los profundos desgarros sin partidismos ni sobresaltos. Don Antonio reunía en su bondadosa persona todas estas cualidades, que no eran ni las únicas ni las más valiosas que poseía. En principio se pensó en Alberti o León Felipe, pero finalmente fueron descartados. Desaparecido Unamuno, quizás el candidato ideal para la empresa, se barajaron los nombres de Navarro Tomás, Enrique Rioja, Xirau, Pío Baroja y otros más. Finalmente se impuso el nombre del segundo de los Machado. Sabido es que don Antonio no era amigo de mezclar la política con el arte y que su natural sencillez casaba mal con pompas y honores, pero era un republicano cabal y a la vista de lo que arrastraban tras de sí los nuevos amos de España difícilmente podría negarse, o al menos eso es lo que todos pensaban.
Consciente del grave compromiso que había adquirido me puse en marcha inmediatamente. Por entonces yo sabía poca cosa de Machado. Tuve la oportunidad de verle durante una de las tertulias que frecuentaba en el café Español hacia el treinta y dos. Las referencias que tenía de su persona hablaban de un hombre discreto, humilde y provinciano, algo enigmático, cuya obra había evolucionado desde una poesía para minorías en los albores de su carrera hasta la prosa coloquial y populista. Sabía que se había casado con una niña veinte años más joven que él de quien había enviudado tempranamente, y que su auténtico amor habían sido los campos de la castilla soriana, testigos privilegiados de sus penas, soledades y alegrías.
Con estos pobres prejuicios sobre el poeta inicié mis investigaciones, difíciles por cuanto la anarquía y el desconcieto reinaban por todas partes, igual en las casas que en los despachos o en los caminos. Como punto de partida supe que Machado había trabajado en Barcelona para el Servicio de Informaciones del Ejército, colaborando con su prosa diariamente en la Subsecretaría de Propaganda. Logré ponerme en contacto telefónicamente con un superviviente de aquella oficina, quien pudo confirmar que el día 22 de enero había partido hacia Portbou en una de las ambulancias de Sanidad. Me puse en marcha camino de la frontera y siguiendo esta pista supe que el grupo de evacuados eminentes se había alojado en algún lugar de la campiña gerundense hasta el día 26, fecha en la que pasaron su última noche en territorio español, concretamente en Mas Faixa. Interrogando testigos del paso de aquella infamante expedición supe también de la dignidad y el enorme espíritu de sacrificio con que don Antonio había sobrellevado el doloroso trance el exilio. Acompañado por su anciana madre, un poeta angustiado y enfermo, sin vocación de héroe y sin desear ni merecer un destino semejante, se acercaba penosamente a las afueras de su España encandilando con sabrosas anécdotas a los universitarios que habían acudido para ayudarle a cruzar la frontera, como si se encontrara en una de sus tertulias.
El 27 de enero sobrevino el colapso total de las carreteras, abarrotadas por una procesión interminable de ancianos agotados, de enfermos y malheridos, de niños vencidos por el sueño en brazos de sus madres y de hombres recios todavía incrédulos que sollozaban llenos de impotencia y desengaño. Una masa obsesionada con la idea de alcanzar el vecino país lo antes posible y en cuyo seno quedaron atrapadas las ambulancias. Ante la imposibilidad de seguir avanzando, sus ocupantes hubieron de apearse y continuar el camino andando, inmersos en la caravana de miseria y definitivamente abandonados a su suerte. En vano traté de encontrar a don Antonio en Portbou, lugar al que necesariamente debería de haber llegado. Con la convicción de que estaría ya en territorio francés decidí cruzar la frontera sin volver la vista atrás.
Una vez en el país que nos brindaba asilo me dirigí a la comisaría de policía del puesto fronterizo, donde me identifiqué y solicité ver al jefe. Este, a pesar de la ingente tarea que suponía el canalizar la ingente riada humana que acudía sin cesar, me atendió con amabilidad. Por fortuna recordaba perfectamente la llegada de Machado y sus acompañantes ya que incluso había puesto a su disposición su propio vehículo para que pudieran trasladarse a Cerbére, la localidad más próxima. El camino a pie bajo la lluvia y en plena noche invernal habría sido ciertamente impensable dada la frágil salud del poeta. El comisario me proporcionó además un dato sumamente valioso, sin el cual es muy probable que nunca hubiese localizado a don Antonio y por tanto esta inédita historia no se habría escrito jamás. Dado que era absolutamente imposible encontrar alojamiento en Cerbére aquella noche, los Machado habían sido acomodados en un vagón de ferrocarril de los que las autoridades francesas habían habilitado con tanta premura como buena voluntad en la amplia estación, típicamente fronteriza. Allí pasarían la noche y al día siguiente proseguiría el viaje hasta su destino definitivo, París. Felicitándome por mi buena suerte me dirigí a toda prisa al insólito escenario de mi encuentro inolvidable con don Antonio Machado. Con él iba a compartir el resto de aquella amarga primera noche de exilio en un tren varado, como el alma de tantos españoles derrotados que aguardaban en la estación de la amargura el comienzo de un viaje a ningún lugar.
En el andén principal de la estación se desarrollaba una actividad extraordinaria. Cientos de personas de todas las edades, confundidas con sus bultos, pululaban en todas direcciones. Familias enteras dormían en el suelo, abrazados unos a otros o a sus enseres, pero más que el hacinamiento impresionaba el silencio, el ambiente triste y la ausencia de bullicio con que aquellos desgraciados se desenvolvían, impropios por completo de una estación de tren abarrotada. Más que seres humanos, parecían fantasmas. Guiado por la intuición fui a parar a una pequeña oficina improvisada en la consigna en la que varios funcionarios hacían cuánto podían por atender a toda aquella gente. Pregunté a uno de ellos si conocía el paradero de Antonio Machado. Tras consultar varias listas repletas de nombres, el agente asintió con la cabeza y sin pronunciar una palabra salió de la oficina y señaló a lo lejos uno de los convoyes de pasajeros detenidos en las vías auxiliares. La lluvia arreciaba y mi corazón se desbocaba mientras salvaba a zancadas los caminos de hierro que me separaban del tren indicado por el funcionario. Cuando lo alcancé escogí al azar uno de los vagones, en cuyo interior tuve la suerte de encontrarme con Carles Riba, quien me informó del lugar exacto en el que encontraría a don Antonio, ya que él mismo acababa de acomodarle apenas una hora antes. Tras un breve y emocionado diálogo nos despedimos, bajé del vagón y me dirigí directamente al furgón de cola. Iba a ser allí, en un compartimento de tercera clase de un tren sin procedencia ni destino, donde encontraría al poeta.
Cuando me introduje en el vagón me sorprendió no ver mucha gente en su interior, como había supuesto. Por el contrario, bajo la tenue luz de las lámparas que pendían del techo podía distinguirse a tan sólo diez o doce personas, muy dispersas entre los asientos a uno y otro lado del pasillo central. Dormían casi todos y el silencio era completo. Había en el ambiente algo de sala de hospital, de velatorio incluso. Al cabo de unos momentos de incertidumbre pude verle, sentado junto a una de las ventanillas, casi al fondo del compartimento. Era él, sin duda. Me acerqué lentamente hasta detenerme respetuosamente a la altura de su asiento. Vestía un traje marrón semioculto bajo una hopalanda militar y entre sus piernas entreabiertas se erguía su bastón, coronado por sus manos entrelazadas. Su cabeza cubierta con un sombrero estaba vuelta hacia el cristal de la ventana como si quisiera escudriñar en la oscuridad a través de sus gafas redondas de concha. Inmediatamente detrás de su asiento una anciana menuda de cabellos blancos dormitaba bajo una manta. Era su madre, doña Ana, siempre cerca del hijo más amado. Sentí que profanaba aquél lugar y aquél silencio cuando, sin más remedio, tuve que dirigirme a don Antonio, interrumpiendo el discurso de sus profundos pensamientos.
—Don Antonio… don Antonio… es usted el ilustre poeta don Antonio Machado Ruiz, ¿verdad?
El anciano giró lentamente su cabeza hacia mí y respondió con voz pausada.
—Sí, lo soy. ¿Qué desea usted, joven?
Se había esforzado en dibujar una sonrisa. Su mirada aparecía cansada pero despierta y parecía relajado y tranquilo a pesar de los terribles acontecimientos recién vividos, si bien su rostro reflejaba claramente la presencia de la enfermedad. Me impresionó sobremanera el acelerado envejecimiento que había sufrido desde el día en que le viera por vez primera, apenas siete años atrás. Pero ni el evidente quebranto de su salud ni el sufrimiento que sin duda le proporcionaba la vivencia del exilio en las más precarias condiciones evitaban que de su persona se desprendieran una enorme dignidad y entereza. Su respuesta ante mi inesperada visita había sido la del profesor al alumno que le aborda en la puerta del Instituto. De pronto intuí que mi misión fracasaría, que había sido una elección equivocada. Sentí el impulso de besar su mano y alejarme de su presencia, arrepentido de haberle importunado en aquellos dolorosos momentos. Pero el sentido del deber y mi amor hacia la Republica fueron más fuertes.
—Soy… soy Mateo Villalba, secretario del Ministerio de la Guerra. He venido para transmitirle un mensaje personal del Señor Presidente del Consejo. Es muy importante, de lo contrario no me atrevería a molestarle.
Don Antonio sonrió francamente y se arrimó aún más a la ventanilla, como haciéndome sitio en su asiento.
—Siéntese, amigo Villalba, siéntese a mi lado. Estará usted cansado, una noche tan mala, fría y sin estrellas… no se preocupe, el tren no echará a andar. Creo que el viaje de vuelta sufrirá mucho, muchísimo retraso…
Resultaba sumamente emotiva aquella cordialidad, tan grande que parecía haberse alegrado por mi llegada. Tomé asiento junto a él e iniciamos una conversación en la que don Antonio se mostró locuaz y animado, sin evidenciar en ningún momento curiosidad alguna por conocer el contenido de la importante misiva que me había llevado hasta él. Daba la impresión de conocerlo de antemano, lo cual era imposible, o de que el asunto no le interesaba lo más mínimo. Cuando, llegado el momento, le revelé el motivo de mi visita, apenas reaccionó. Volvió la cabeza de nuevo hacia la ventana y se quedó pensativo, sin exteriorizar emoción alguna ni pronunciar palabra, sin realizar el menor gesto que pudiera ser interpretado en uno u otro sentido. Yo me sentía más incómodo a cada momento que transcurría, pero no pude hacer otra cosa que desempeñar mi papel hasta el final.
—Sería preciso que fijara su residencia francesa lo más cerca posible de la frontera. Se le proporcionará lo necesario para una digna subsistencia de usted y su familia.
Él continuaba en la misma actitud inmutable, casi misteriosa.
—Por último, don Antonio, debemos convenir una contraseña que servirá como respuesta definitiva. Comprendo que la gravedad y trascendencia de la decisión no permiten una contestación precipitada. Dentro de unos días recibirá la visita de un enviado del Gobierno legítimo de la nación. Caso de aceptar la más alta representación del estado deberá comunicarle la contraseña, cuyo significado él mismo desconocerá.
El poeta entornó los ojos y continuó en el mismo estado de mutismo. Al cabo de unos minutos creí que se había dormido pero sus manos huesudas se aferraban con fuerza a la empuñadura del bastón, reflejando la enorme tensión que debía sacudir su mente en aquellos momentos. Permaneció así durante un buen rato , durante el cual permanecí expectante y desconcertado. Al fin, de sus labios temblorosos surgieron palabras sin sentido aparente, frases entrecortadas pronunciadas con voz débil y, fatigada que apenas pude entreoír.
…alameda del Eresma…
…campo de Baeza, luna clara…
…el Moncayo, azul y blanco…
…peña a peña, rama a rama…
…¡Guadarrama!..
Toqué su frente, que ardía en calentura. Deliraba, o quizá soñaba. Y en su sueño o delirio el poeta imaginaba que aquél tren inmóvil se ponía en marcha y bordeaba aquellos lugares que tanto amó y que, en amor correspondido, tanto y tan hondo le habían inspirado. Fuera la lluvia había cesado y ya clareaba el alba. Nuestro primer día de destierro iba a amanecer limpio y claro. Cuando noté despierta la presencia de mi ilustre acompañante traté de reanudar el diálogo con alguna frase capaz de infundirle ánimos y esperanza.
—Una hermosa mañana, don Antonio. Bajo este mismo cielo azul regresaremos pronto en pos del sol que nos vió nacer, ¿no le parece?.
Algo brilló súbitamente en aquellos ojos cansados y tristes. Durante unos breves instantes me observó con enorme dulzura. Luego comenzó a rebuscar torpemente por entre los bolsillos de su chaqueta raída hasta que logró extraer de uno de ellos un lapicero y una pequeña libreta. Mientras garabateaba algo en ella me dijo:
—Es hermoso eso que ha dicho, amigo Villalba.
—¿Yo?, ¿qué es lo que he dicho, don Antonio?.
Arrancó cuidadosamente la hojita y la guardó en algún recoveco de su vestimenta. A continuación, volvió a escribir en otra hoja, que me entregó. En ella había escrito una sola frase: «Estos días azules y este sol de la infancia». Quedé maravillado, pues su especial percepción de gran poeta había detectado la belleza de aquellas palabras oculta en la vulgaridad de las mías. Al principio no supe cómo reaccionar, pero enseguida comprendí lo que aquello significaba.
—¿Debo entender que es ésta nuestra contraseña?
Fue en ese preciso momento cuando me despidió, tendiéndome su mano con la misma sonrisa que a mi llegada.
—Puede. Dígales que me estableceré en un pueblecito llamado Collioure, muy cerca de aquí. Y que si España necesita a este poeta, dese prisa, pues su última estación está cerca.
Abandoné aquel lugar sobrecogido y con lágrimas en los ojos. Así fue como transcurrieron aquellas horas en las que don Antonio Machado y yo fuimos compañeros de un viaje imposible en un tren de amargura, una noche sin estrellas. Desde entonces el recuerdo del más grande de los poetas me acompaña a todas partes, que no es fácil olvidar su bondad, su ternura y su grandeza.