Entre 1864 y 1949 las naciones presuntamente civilizadas firmaron cuatro acuerdos, conocidos como los Convenios de Ginebra, cuya finalidad es proteger en tiempos de guerra a los soldados heridos, enfermos, náufragos o prisioneros y a los civiles, refugiados o incluso en territorios ocupados. Básicamente consisten en esto: vale, nos declaramos la guerra, así que procuremos matarnos entre nosotros como cochinos, pero eso sí, a los que no consigamos cargarnos les vamos a garantizar serruchos para amputarles los miembros destrozados, víveres y cobijo para que no mueran de hambre y frío y derecho a sobrevivir a viejos, mujeres y niños.
En 1990 la Asamblea General de la ONU estableció la figura del «corredor humanitario» como una vía que facilita la circulación segura de equipos sanitarios, medicinas, alimentos y civiles obligados a abandonar sus casas para escapar de los horrores de la guerra. «Humanitario» significa benigno, caritativo, benéfico y, a lo que vamos, aliviador de los efectos de la guerra u otras calamidades en las víctimas que los padecen. Tan solo una semana después de la mortífera y destructiva invasión rusa de Ucrania, ambos países acordaron establecer uno de esos corredores humanitarios. ¿Habrá algo menos humanitario que bombardear, asesinar, torturar y destruir las casas y las vidas de miles de personas obligadas a huir con lo puesto para salvar el pellejo? Puede entenderse un pasillo humanitario en caso de catástrofe natural pero, ¿en una guerra que tú has provocado, grandísimo cínico hijo de Putina?
Esto que llamo «cinismo bélico» alcanza su máxima expresión con el armamento nuclear. O sea: desde 1945 los humanos hemos podido seguir matándonos como cerdos tranquilamente en Corea, Oriente Medio, los Balcanes, Afganistán, África Central o ahora en la mismísima Europa, pero ojito, utilizando solo «armas convencionales», porque, sabe usted, las atómicas matan mucho más, en menos tiempo y con peores consecuencias, y eso no está pero que nada nada bien. Hay que seguir matándose, sí, pero dentro de un orden, no rubricado en protocolo ginebrino alguno, que prohíba de modo tácito lanzar pepinos nucleares. Pues miren, las criminales bombas atómicas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto del 45 acabaron en un día con una guerra que ya duraba seis años y pudo prolongarse mucho más tiempo en el Pacífico. Setenta y siete años después, la mayor amenaza que ensombrece el futuro de nuestro planeta no es el cambio climático, sino la posibilidad de que algún cretino provisto de maletín nuclear apriete el botón en plena rabieta. Ese día, desde luego, el cinismo bélico habrá desaparecido al fin para siempre. Lo malo será que nosotros también.