En abril Izquierda Unida rechazó la visita de la reina Letizia a Logroño «por representar a una institución como la monarquía española, caduca y antidemocrática». Olvidan, o peor, ignoran, que España es un Estado social y democrático de Derecho, cuya forma política es la Monarquía parlamentaria. Así reza la Constitución Española, aprobada en 1978 por el Congreso con 258 votos a favor, refrendada por el pueblo con el 91,81% de los votos y mandada «guardar y hacer guardar» como norma fundamental del Estado por el Rey Juan Carlos.
Quizá no les parezca suficiente aval democrático a quienes sostienen que la monarquía no es democrática por la simpleza infantil de que «al Rey no lo elige nadie». Va a resultar que Gran Bretaña, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica o Japón no son países democráticos por tener a un rey como Jefe de Estado, mientras que la lista de repúblicas fallidas gobernadas por tiranos y sátrapas es tan larga que llenaría esta columna.
Sucede que la extrema izquierda y los nacionalistas radicales, en su obsesivo empeño por deslegitimar la Constitución y cargarse su máxima institución, la Corona, han mordido como perros rabiosos el hueso de los indudables errores cometidos por el anterior rey y no lo sueltan, desdeñando que la democracia que les permite vivir de ella a pesar de su deslealtad fue obra de don Juan Carlos. Quien, por cierto, ni está siendo acusado o investigado ni ha sido condenado por causa alguna, siquiera por plagiar la tesis doctoral, como Sánchez, o por pagar en B a una empleada doméstica, como Echenique, ni ser el capo de una familia mafiosa, como Pujol, o golpista, como Junqueras, o terrorista de ETA, como Otegui. Y por aquí van todos estos, tan pichis, sin que ninguno, ni por supuesto «el señor X» del GAL, haya dado explicaciones.
A propósito del «hombre de paz», festejar la vuelta a casa de asesinos cuando son excarcelados y condenar el regreso a la suya de un ciudadano español con derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional que, a diferencia de aquellos, ha pedido perdón por sus errores, es tan repugnante que ya ni nos produce arcadas porque nos hemos acostumbrado a soportar a esta gentuza como el olfato de los vecinos de una planta papelera a la fetidez que vomita su chimenea.
Si en un plato de la balanza que sujeta la Justicia pusiéramos su millonario regalo saudí, su cacería de elefantes en Botsuana y su encoñamiento con una pelandusca de lujo, y en el otro los impagables servicios que don Juan Carlos prestó a España durante su largo reinado, veríamos cuán injusto sería que pasara a la historia como un apestado el hombre al que todos le debemos la libertad que ahora sus hipócritas e indignos detractores le deniegan.