El doctor Abdón Sáez Ameyugo, «Don Adón» en Haro, mi padre, vio la luz en Miranda de Ebro el 15 de marzo de 1922. El martes próximo, por tanto, se cumplirá el centenario del nacimiento de un hombre y médico excepcional que ayudó a tantos jarreros a llegar al mundo, sobrellevarlo y abandonarlo. Sirvan estas líneas como homenaje a su persona y a un modo de ejercer la medicina, superado por los avances científico-técnicos, pero nunca igualados en humanidad, empatía, dedicación sin descanso y total entrega a la profesión, que hago extensivo a los colegas de su generación: Jesús Ganzarain, Manuel Mozos, Exiquio Iglesias…
En 1950 mis padres alquilaron un piso en la calle Siervas de Jesús, colgaron un letrero en la puerta y se sentaron a esperar al primer paciente. Con el tiempo, aquella vivienda se convirtió en un centro de asistencia médica tan imprescindible en el Haro de entonces como impensable hoy día. En aquella consulta, don Adón, con la inestimable ayuda de Esther, lo mismo escayolaba un tobillo que realizaba una exploración obstétrica, suturaba una herida, extraía un cuerpo extraño del ojo o un tapón del oído, tomaba y revelaba radiografías, exploraba el estómago con contraste, insuflaba aerosoles y aplicaba «corrientes» de electroterapia, además de atender revolcones y puntazos en la enfermería de la plaza.
Eran tiempos en los que la gente nacía en su casa y mi padre, además, asistió en los hogares jarreros a innumerables partos, incluidos los de sus cuatro hijos. Tampoco había en Logroño hospitalización médica, ni un servicio de urgencias al que derivar, y nuestra casa fue también cuarto de socorro, centro de primeros auxilios, base de hospitalización a domicilio, box de observación y unidad de corta estancia. Completando el ciclo vital, como forense practicó autopsias a las que me llevaba de chaval para introducirme en el oficio, de modo que la actividad médica de mi padre se extendió, como el poema sinfónico de Liszt, de la cuna a la tumba.
Dicen que la verdadera muerte es el olvido. Y que no es igual un buen médico que un médico bueno. Pues, cuando se cumplen cien años de su nacimiento y veintidós de su desaparición, el recuerdo de un mirandilla que solo colgaba la bata un día al año para vestir la blusa en San Juan del Monte, pero que se lo dio todo a Haro, aquel buen médico bueno, humanitario y cercano, el doctor Abdón Sáez Ameyugo, don Adón, aún sigue vivo en la memoria de los jarreros, y no porque una de sus calles y la sala de autopsias por la que tanto luchaste lleven tu nombre, sino por el enorme vacío que dejaste en el pueblo. Así que, feliz centenario, padre. Y un beso muy fuerte a mamá. Por cierto, ya sé que olvidaste tu pipa favorita en casa, pero no te preocupes. Yo te la llevaré.
Descripción sencilla, lírica, muy cariñosa… Otro acierto, Fer.