Ya imaginan que no utilizo esta malsonante pero ilustrativa palabra en sentido escatológico («residuo alimenticio que expele el cuerpo tras la digestión»), sino metafórico: «hecho o situación que repugna», «cosa mal hecha o de mala calidad», «mal estado físico o moral», «persona despreciable», etcétera. Y la destinataria del exabrupto (merecido, creo) es esta clase política nuestra, que está demostrando ser de la peor clase. Digo «esta» y no «la», porque creo que otra élite política es posible, honesta, decente, digna, honorable y, sobre todo, volcada en el servicio a la sociedad como única razón de ser de la gestión para la que fueron elegidos por los ciudadanos. No los descalifiquemos por el mero hecho de serlo, como si «político» fuese sinónimo de individuo sin escrúpulos que solo persigue su beneficio personal a cualquier precio. Hay malos políticos como malos jueces, médicos, docentes o escribidores.
Pero es cierto que sus dirigentes no ejercen una política de altas miras y sentido de Estado, pensando en el bienestar de la gente, sino un politiqueo harto merdoso. Los partidos son formidables empresas, la mayoría en quiebra o con antecedentes de corrupción y financiación ilícita, dirigidas por cúpulas cuyos intereses, alejados de los de los votantes, se resumen en una palabra: poder. Sentirse poderoso debe de ser una droga tan potente que por alcanzarlo y retenerlo toda la mierda vale: desde pactar «soluciones humanitarias» para quienes asesinaron sin piedad a sus víctimas hasta indultar golpistas equiparando justicia con venganza a cambio del apoyo de sus matonas señorías; acusaciones, zancadillas, espionajes, traiciones, navajeos, chantajes, deslealtades, insultos, ultrajes, odios, cordones, vetos y guetos… La guerra más sucia vale, tanto para destruir a los adversarios, correligionarios incluidos.
Toda esta porquería política excretada por los partidos de siempre —y aventada en medios y redes— favorece el crecimiento de nuevos como «Don Vox limpieza profunda», al que los de izquierda demonizan como «fascistas», ignorando u olvidando que el fascismo de verdad consiste en amedrentar, perseguir, extorsionar, secuestrar, torturar y asesinar a los opositores, y en la España democrática eso lo han cometido terroristas de ETA cuyos amparadores y herederos políticos son socios preferentes de un gobierno presidido por el único partido que también practicó el terrorismo, eso sí, «de Estado», precisamente contra ellos.
La política española se ha convertido en un estercolero donde quienes viven de ella, insensibles a la desafección que provocan en la ciudadanía, parecen sentirse cómodos chapoteando. Si esta coprocracia no se regenera a fondo, desde dentro y con urgencia, acabará o barrida por Don Limpio o comida por la mierda.