Publicado por: Editorial Jamais, Editorial Maturana, Editorial Buscarini
Fecha de publicación: 2002, 2004 y 2008
ISBN: 84-95426-17-X, 84-6093-706-2 y 978-84-935995-6-0
En 2001 una editorial sevillana se interesó por esta obra, que acabarian publicando. Dos más tarde Editorial Maturana, vinculada a una empresa dedicada al material quirúrgico, publicó una edición ilustrada y cuatro años más tarde Buscarini lanzó una tercera edición de esta obra "y algo más", pues incluía un capítulo de la novela La Casa y Carta al Director, un relato premiado en el III Concurso de Relatos de Humor de Previsión Sanitaria.
"Hasta los huesos" es el relato pseudoautobiográfico de un traumatólogo que, apunto de jubilarse, decide escribir un libro con el objetivo de que, a raíz de su divulgación, "ningún ser humano, en ninguno de los cinco continentes", quiera dedicarse a "la práctica de uno de los oficios más abominables", la Traumatología. Una crónica descarnada que el lector es capaz de digerir gracias a las elevadas dosis de humor que contiene.
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«¿Queréis acabar con un hospital? Clausurad su cafetería de personal. Si desmanteláseis los incontables despachos de dirección y administración; si clausuráseis las plantas de hospitalización, las consultas y hasta los quirófanos; si suprimiéseis el banco de sangre, los laboratorios, rayos, la unidad de cuidados intensivos, yo que sé, si convocáseis una huelga salvaje, despidiéseis a todas las enfermeras y auxiliares de golpe o, puestos a llevar el delirio aniquilador hasta el extremo, ofreciéseis a los médicos la jubilación anticipada con el cien por cien del sueldo, os sorprenderíais comprobando que, mientras respetáseis la cafetería, no habría de pasar absolutamente nada. Milagrosamente, el hospital sobreviviría, porque su corazón continuaría latiendo mientras la imprescindible sala de reanimación de personal mantuviese abiertas sus puertas La cafetería de un hospital es mucho más que una cantina para trabajadores sanitarios. Al mismo tiempo ágora, foro y plaza mayor, es además, uno de los lugares más peligrosos para la salud que existen, porque está siempre asquerosamente sucio; porque apesta a una mezcla de fritanga, humanidad y tabaco; porque el ruido es ensordecedor y, sobre todo, porque está atiborrado de médicos y enfermeras. La cafetería es el necesario evacuatorio de desahogos domésticos, semillero de confabulaciones imposibles, sala de despellejamientos, cocedero de bulos, central del chismorreo, nido de cotillas y consuelo de hastiados. La gente acude a la cafetería, no en busca de un buen café -lo que en un hospital sólo es posible obtener en planta, urgencias o quirófano- ni de un trago -la cerveza es infame y alcohol duro no sirven- ni de unos minutos de ameno descanso -en un hospital no suele cansarse nadie trabajando- ni de nada. El personal se precipita en cuanto puede a la cafetería simplemente huyendo del hospital, en busca de refugio, de alivio, de tregua. La breve escapada proporciona la ilusoria sensación de abandonar el más horrible de los lugares. Psicoterapia pura. A unos les basta con una visita. A otros, con dos o incluso tres cada mañana. Algunos se encuentran tan necesitados de este tipo de atención que efectúan la operación inversa: residen habitualmente en la cafetería y efectúan ocasionales incursiones a la casa para atender esos raros asuntos importantes y regresar al punto a la base de operaciones. Pero la cafetería del hospital no es sólo cofradía, ateneo, casino o tertulia, sino también sesión clínica permanente e insustituible centro de interconsultas. Sin saberlo, muchos enfermos comienzan a pelechar o a empeorar, se convierten en carne de quirófano, son explorados, diagnosticados, dados de alta o sentenciados a muerte en la barra de la cafetería del hospital en el que están ingresados, entre catas de aceitunas o sorbos de infames brebajes. Es justamente en este concurrido lugar donde siempre han tenido lugar la mayoría de los encuentros entre médicos. Donde se planean tratamientos, se pactan intervenciones, se comentan complicaciones y se celebran éxitos, reiteran frustraciones y lamentan fracasos. La cafetería de un hospital es el aula magna que, al igual que esa invisible Parca que saborea también su aperitivo entremezclada entre los campeones de su causa, a todos iguala. La misma tortilla de patata quemada abastece a jefes de servicio, practicantes y fregonas. La misma infame infusión envenena lentamente -como hacen los buenos, impunes venenos- a la secretaria, al capellán, al mecánico de mantenimiento o a su colega, el traumatólogo. Oficios, jerarquías y castas se entremezclan milagrosamente, diluyéndose en el seno de la misma humareda, la misma barahúnda, el mismo infierno imprescindible. La primera vez que penetré en una tasca hospitalaria experimenté la indignación propia del ingenuo principiante que se escandaliza de todo lo que sus ojos le hacen ver como indebido. Cómo huelgan, me dije en medio del bochinche mientras trataba de identificar entre tanto mal humo y tanto grito tabernario al amigo de mi padre. Me equivocaba. La mayoría estaban trabajando y para algunos, incluso, aquél era su único rato de servicio a la sociedad en toda la jornada.»