Siempre me propongo no escribir sobre política, pero la perplejidad ante lo que está sucediendo me impide callar cuando resulta más llamativo que opinar. Esta vez, sin embargo, procuraré ser lo más políticamente aséptico posible, observando un principio fundamental de la literatura: mostrar, no explicar, y otro del periodismo: los hechos son sagrados, las interpretaciones libres.
Y los hechos son estos.
En una de las naciones más importantes de la Unión Europea se van a celebrar elecciones. No son generales, sino regionales y municipales, pero el presidente del gobierno central, secretario general a su vez de uno de los partidos políticos en liza, y por tanto no candidato, monopoliza la campaña electoral eclipsando a los líderes autonómicos. Por las razones que fueran (aunque los analistas destacan como principales sus pactos con los enemigos declarados del Estado de la nación cuyo gobierno preside), la mayoría de los ciudadanos votan a los partidos de la oposición y el suyo pierde casi todo el poder municipal y territorial que poseía.
En lugar de reconocer su derrota, felicitar a los vencedores y ejercer una autocrítica que en democracias maduras y consolidadas darían como resultado su dimisión, el presidente reacciona insultando a quienes no han votado a su partido y tildando de «marea reaccionaria» la sana alternancia en el poder que caracteriza al sistema democrático. Tras planearlo con su camarilla palaciega, el día siguiente al batacazo electoral, sin informar al Jefe del Estado, a su gabinete y a su partido, el presidente adelanta unas elecciones generales que había jurado celebrar cuando tocara, fijando una fecha en la que medio país estará de vacaciones estivales y el otro medio sudando la gota gorda. Dos días más reúne a sus parlamentarios en el Congreso para celebrar un acto de partido en el que los ya cesados lo aplauden por haber perdido y dejarlos sin trabajo o en expectativa de destino.
En cuanto a las interpretaciones, la mayoría coinciden en que, con su audaz golpe de efecto, el indesmayable presidente ha desactivado cualquier reacción contraria a su liderazgo en el seno de su partido; que no se da por muerto, y que fía sus posibilidades de aferrarse al poder a cosas como el calor que sólo desanimaría a los votantes de sus adversarios, a la dificultad para votar por correo estando fuera de casa y a demonizar a «la derecha extrema» que, como todos los partidos, defienden ideas que los ciudadanos apoyarán o rechazarán en las urnas, pero carecen de antecedentes penales tan graves como los de algunos de sus socios preferentes e incluso del suyo propio. Y que, por desgracia, el timón de este país está manejado por un autócrata tan temerariamente ambicioso, irresponsable, embustero, narcisista, inicuo e impostado como Pedro Sánchez. A quien, hartos del personaje y sus compinches, la mayoría de los votantes acaba de ganarle en las urnas una moción de censura cuya segunda vuelta debería desalojarlo para siempre del puente de mando.
Como digo, son interpretaciones libres y quizá desacertadas, extraídas por personas que no por ello son fascistas reaccionarios, y tan respetables como las de quienes sostienen que nuestro primer ministro es un gran estadista merecedor de puesto de honor en la historia de España. Como replicó un famoso torero cuando le presentaron al filósofo Ortega y Gasset: «¡Tié q’haber gente pa tó»![1], a lo que añado, y respetarla. Un axioma de la sabiduría popular que expresa la esencia de la democracia a la que usted, señor presidente en funciones, torea sin cesar soñando con rematar la faena hincándole a volapié el acero hasta los gavilanes y en toda la cruz.
[1] Unos sostienen que fue Rafael El Gallo, otros Rafael Guerra Guerrita, y algunos aseguran que lo dijo Rafael Molina Sánchez Lagartijo cuando se lo presentaron a un histólogo.