Al fin, y de un modo sorprendente, ha quedado desvelado el origen del escandaloso ruido de muelles nocturno que en los últimos meses me ha quitado el sueño, literalmente y con sentido figurado. Antes de explicar el comienzo, desarrollo y desenlace del inquietante fenómeno, debo extenderme en describir con detalle la exacta ubicación y distribución de las viviendas afectadas, pues sin esta imprescindible información previa no sería posible ni explicar ni comprender esta historia, irrelevante sólo en apariencia. En cambio, omitiré tanto el nombre como otros datos que pudieran conducir a la identificación de sus protagonistas por tratarse de habitantes de esta ciudad y, en algún caso, de personas muy conocidas.
Hace siete años que mi mujer y yo, hartos de vivir alquilados, decidimos convertirnos en propietarios de una vivienda situada en el número X de la calle Tal, una torre de catorce alturas cuya construcción había finalizado apenas doce meses antes. El pisito, noventa metros, tres habitaciones y dos baños, todo exterior y orientación saliente-mediodía, ocupaba una de las esquinas de la quinta planta y su distribución era idéntica a la de los pisos inmediatamente superior e inferior, y simétrico al contiguo. En éste último vivía desde la entrega de llaves un matrimonio de unos cincuenta años, con una hija de trece o catorce y un hijo que se disponía a iniciar sus estudios universitarios. Todos estos datos, aunque puedan parecer prolijos o superfluos, son por el contrario fundamentales a la hora de analizar el asunto del muelleteo, como se verá más adelante. A los pocos días de la toma de posesión coincidimos con nuestros nuevos vecinos, cuando salían del ascensor cargados, sobre todo él, con multitud de bolsas repletas de artículos de supermercado. Resultaron ser muy simpáticos y de carácter extrovertido, sobre todo ella, y a pesar de lo poco propicia que era la ocasión, forzaron las presentaciones allí mismo e insistieron en que les acompañásemos al interior de su casa. Tanto que, aunque llevábamos bastante prisa, por pura educación no tuvimos más remedio que aceptar la invitación y tomar con ellos un café que no nos apetecía, después de recorrer todas las habitaciones del piso arrastrados por aquella mujer que no paraba de hablar y hacernos sugerencias acerca del modo más conveniente de decorar cada pared, cada techo, cada suelo, cada rincón. Fue así como supe que su dormitorio, revestido de una decoración futurista en torno a una inmensa cama, quedaba pared con pared respecto al nuestro. Es más, entre ambas cabeceras no había más separación que la del tabique, demasiado estrecho y tan mal aislado acústicamente como en todas las casas modernas.
El piso de abajo, a su vez, estaba ocupado por un jubilado y su esposa, una encantadora pareja de sexagenarios llenos de vitalidad que al parecer pasaban largas temporadas en un apartamento de su propiedad situado en San Juan de Alicante, primera línea de playa, mientras que el piso adyacente al suyo, es decir, el que está situado debajo del de mis vecinos de al lado, permanecía deshabitado desde el principio. En el piso superior al nuestro vivía un matrimonio de cuarenta y pocos años ella y cinco o seis más él junto con un hermano de éste, soltero y bastante más joven. Finalmente, y para completar el croquis de mi vecindario, diré que junto a esta última familia residía desde hacía unos meses una parejita de médicos recién licenciados y casados, que habían escogido para hacer la especialidad un centro hospitalario de la ciudad. He de aclarar que tanto pormenor se lo debo a mi parlanchina vecina, quien nos puso al corriente de estos y otros detalles en el transcurso del café de bienvenida al que me he referido.
Todo comenzó para mí una noche en la que había ingerido una cantidad exagerada de pimientos del piquillo, que me chiflan pero me sientan fatal, sobre todo si han sido generosamente aderezados con ajo crudo. De toda la vida, los pimientos rojos asados, cortados en tiras y aceitados me causan una flatulencia irresoluble, fastidiosamente resistente al esfuerzo más entusiasta y, consiguientemente, una pesadez de estómago equivalente a si me los hubiese comido con cazuela de barro incluida. El ajo crudo, por el contrario, me repite hasta la exasperación en forma de recalcitrantes regüeldos que me veo obligado a reprimir cuando me encuentro a menos de dos metros de cualquier individuo, dado que es éste el radio de acción dentro del cual son operativos y, eventualmente, letales. Indefectiblemente, la explosiva mezcla de pimiento asado y ajo crudo, es decir, de no poder y querer por un lado y de tener que y no deber por otro, degustada en demasía y durante la cena, desencadena en mi organismo alguna suerte de reacción bioquímica no suficientemente estudiada por la ciencia cuyo efecto final se traduce en forma de memorables insomnios. Seguro que aquella noche me pasaría de comer pimientos y hasta es probable que untara en ávidos mendrugos hasta la última gota del aceitazo impregnado de los dos ingredientes secretos de la más mortífera de las armas químicas, afortunadamente no descubierta aún por ningún Estado Mayor porque, dos horas después de apagar la luz de la mesilla, continuaba despierto e incapaz de controlar el rebelde y opuesto comportamiento de los dos extremos de mi tubo digestivo. Y, de pronto, dio comienzo la sesión. Al principio no era más que el apagado maullidito de una cría de gata recién parida, encanada de pura inexperiencia en el arte de compaginar algo tan vital como la respiración con la emisión de quejas lastimeras, algo aparentemente secundario pero no menos importante para sobrevivir en una familia numerosa, séase hijo de gato o de ardiente objetor a la contracepción. El maullidito, a todo esto, fue aumentando en frecuencia e intensidad hasta hacerse digno de todo un señor gato que estuviera defendiéndose con uñas y dientes de la agresión que uno quiera imaginarse. En una tercera fase la cosa se convirtió en una trifulca de gatos, pero ya monteses, peleándose por un chicharro y, finalmente, después de al menos cuatro minutos de imparable crescendo, el espectacular concierto felino estalló apoteósicamente con el formidable rugido de dos tigres de Bengala luchando salvajemente como si fueran a devorarse el uno al otro. Cuando cesó el forcejeo de aquellas colosales fieras, cuyos furiosos revolcones parecían querer derribar el ala entera del edificio, en la oscuridad de mi alcoba se hizo un mar de silencio, absoluto y definitivo, en el que empero no fui capaz de zambullirme permitiendo que el lastre del cansancio me hundiese hasta alcanzar el sueño, ese tesoro que yace siempre en su fondo. Paradójicamente, en condiciones de oscuridad y silencio totales el cerebro humano lo ve todo muy claro, como iluminado por dos soles. Y en esa extraña mezcla de lucidez mental, fantasía zoológica e indigestión debida a pimientos del piquillo en que me encontraba, comencé a analizar racionalmente lo sucedido. Era indudable que lo que acababa de escuchar no era otra cosa que el frenético crujir de los muelles de uno de los somieres equitativamente distribuidos entre los dormitorios de mis vecinos. Dado que no eran horas de gimnasias rítmicas y, que yo supiera, no había en dos pisos a la redonda niños en edad de ponerse a dar brincos sobre sus camas y menos a las dos de la madrugada, casi podía dar por seguro que aquél insultantemente rítmico y prolongado ñiquiñaca de alambres desengrasados era la magnífica banda sonora estereofónica de un largometraje coproducido: un polvo de más de cinco minutos de duración. Fantástico. De absoluta ficción. Lo del estéreo no es una extravagancia narrativa, ya que era imposible saber de dónde provenía el alboroto. Igual podía ser de arriba como de abajo, de la derecha e incluso, lo cual era imposible, de la izquierda, donde dormía la ciudad al otro lado de la ventana. Era un sonido envolvente, espacial, que parecía surgir de los seis lados del cubil a la vez. Fuera quien fuese, desde luego, bien sosegado se tuvo que quedar. Menos mal que mi mujer tiene el sueño profundo (y la suerte de comer cuantos pimientos le apetezcan sin temor a sufrir efectos indeseables) porque si hubiese oído la refriega, a buen seguro hubiese establecido ciertas comparaciones que, además de odiosas, pueden llegar a ser, como en esta caso, claramente vejatorias para un hombre. Afortunadamente no lo oyó y, por mi parte, no hice comentario alguno del asunto ni al día siguiente ni en los sucesivos. Pero no pude evitar ponerme a especular sobre la procedencia de la volcánica exhibición de facultades amatorias que había escuchado involuntariamente aquella noche.
Lo primero que hice, lógicamente, fue descartar a los vejetes del piso de abajo. No era razonable pensar que, a su edad y en su presumible decrepitud, tuviesen arrestos como para tirarse tanto rato jodiendo, por muchos paseos, mucho fútin y mucho aerobic para la tercera edad que practicasen en la interminable playa de Muchavista. Los principales sospechosos, lógicamente, debían ser los vecinos del piso de al lado. Pero eran los únicos a quienes conocía personalmente y, francamente, no me pegaba que fuesen ellos. Por nada, no sé, intuición quizás y, sobre todo, a lo mejor, por el aspecto de él. Cuando estuvimos en su casa, el día del café, apenas abrió la boca. Me impresionó como un hombre pusilánime y totalmente sometido a la desbordante y arrolladora personalidad de su esposa, ciertamente hiperquinética, pero ya se sabe que dos no se mueven si uno no quiere, y no podía imaginar a aquél individuo, Dios me perdone si me equivoco, con todas las pintas de un calzonazos, aguantando ni un solo minuto a lomos de ella sin caerse de la cama como uno de esos vaqueros de las películas del oeste cuando son derribados por su res en el inevitable y tópico rodeo. A estas alturas de la investigación, puramente teórica, sólo quedaban dos posibilidades. O la familia de arriba (formada como se recordará por el matrimonio relativamente joven y el hermano menor de él), o la pareja de mediquillos residentes recién casados. A primera vista la elección parecía fácil, pero, como se verá a continuación, no lo era. Efectivamente, era lógico descartar a los primeros en beneficio de los segundos, debido al entusiasmo sexual propio de todo recién casado, plenamente llevado a la práctica cuando va acompañado además del vigor físico que proporciona la extrema juventud. Y aquellos jóvenes no tendrían más de veinticinco años ninguno de los dos. No obstante, había algo que no encajaba, y era la cercanía con que había percibido el rechinante desahogo en una habitación diagonalmente opuesta, sin otro contacto entre ambos habitáculos que la misma arista común al de los vecinos de arriba y al de los de al lado. Demasiado cercano el ruido para haberse producido tan lejos, pensé, por mucha potencia que la gente joven sea capaz de aplicar a sus más íntimos escarceos. Pero, por otro lado, existía un serio reparo en adjudicar la autoría a los vecinos de arriba ya que, según mis informaciones, quien ocupaba el dormitorio situado justamente encima del mío era el solitario hermano soltero y no el matrimonio, que dormía en la otra punta de la casa, circunstancia en principio incompatible con la celebración de ruidosos festejos en el lecho de aquél. Por lo tanto, si el crujir de muelles parecía no provenir de ninguno de los dos pisos superiores, tenían que ser por fuerza del de mis vecinos, el apocado y su cotorra… pero tampoco. Algo difícil de explicar me aseguraba que no podían ser ellos. ¿Los abuelos de abajo, entonces? Vamos, me dije, sólo es una película de ficción, no de arte y ensayo. Como puede verse, no era tan fácil acertar. Y así quedó el asunto que, a causa de no volver a repetirse en semanas, llegué a olvidar por completo. O al menos yo no volví a escucharlo, hasta que aproximadamente un mes después de jurar por mis muertos que jamás volvería a darme un atracón de pimientos del piquillo asados, volví a tropezar con el mismo guijarro de ajo crudo como sólo un auténtico ser humano sabe hacerlo. Es que eran de Mendavia, Navarra, y sólo quien ha tenido la oportunidad de paladear esa exquisitez una sola vez está en condiciones de entender el que un hombre pueda perderse por su piel cuantas veces sean necesarias, de la misma irremediable manera que lo haría por la de una bella mujer desnuda, aunque estuviese toda ella untada con la más despreciable de las cabezas de ajo. La triple penitencia subsiguiente a mi reincidente pecado fue la de siempre: flato, arcadas e insomnio, pero, a modo de pena accesoria, a eso de las dos de la madrugada centenares de muelles que pedían a chirridos un buen lubricante atravesaron al unísono las seis paredes de mi dormitorio para atormentarme con la cruel evidencia de que es posible mantenerse en frenético ayuntamiento carnal por espacio de cinco interminable minutos. Fue exactamente igual que la primera vez, pero en esta ocasión anduve más ligero de reflejos y salté de la cama con el fin de escuchar a través del tabique que tan ineficazmente separaba mi vida privada de la de los presuntos incansables gimnastas de la vivienda contigua. Pero ni así pude averiguar si eran ellos o no, pues cuanto más apretaba la oreja más confuso era el tumulto y de más lugares distintos parecía provenir. De repente me vi en aquella ridícula actitud, sujetando el tabique con mi cabeza como si fuera a caerse a la vez que contenía como podía los contraataques del ajo, que parecía haberse despertado con el brusco cambio de postura, mientras mis desconocidos vecinos se lo pasaban en grande dale que te pego al jergón, y pensé que verdaderamente había insomnios e insomnios.
Al día siguiente, domingo, por la mañana, obtuve la confirmación de que efectivamente no eran los vecinos de al lado los protagonistas de aquellas ruidosas escaramuzas. Quiso la fortuna que mi vecina y yo coincidiésemos de nuevo ante la puerta del ascensor, cuando me disponía a comprar el pan y el periódico en la tienda de la esquina. Con la discreción que caracteriza a la buena señora, me espetó a bocajarro que yo tenía mala cara. Le contesté que había pasado muy mala noche y entonces ella sonrió maliciosamente, me guiñó un ojo y me dijo que no le extrañaba nada, que había que ver, qué marcha llevábamos, por mi mujer y yo. «¡Cómo, ¿usted también lo ha escuchado?», le pregunté, súbitamente aliviado, como si me hubiesen quitado de repente un peso de encima. Ella contestó que tendrían que estar sordos para no escuchar semejante recital y que estaban convencidos de que éramos nosotros. Reí de buena gana y le respondí que, precisamente, nosotros pensábamos que eran ellos, y entonces soltó una sonora y ordinaria carcajada y a continuación, ya en la calle, vociferó que qué más quisiera ella, y yo me imaginé a todo el vecindario, al tendero de la esquina y hasta al quiosquero de la acera de enfrente, preguntándose qué es lo que aquella mujer querría que fuera lo que fuese. Antes de despedirnos me comunicó que había escuchado el famoso ruido de muelles alguna otra vez durante los últimos meses, porque cogía mal el sueño, y que si no éramos nosotros tenían que ser por fuerza los médicos, porque el cura no iba a ser, y los jubilados, por descontado. «¿Cura, ¿qué cura?», pregunté sorprendido. Y entonces mi vecina me explicó que había estado investigando por su cuenta y había podido enterarse de que el hermano soltero de mi vecino de arriba era sacerdote, aunque no ejercía en ninguna parroquia, sino que se dedicaba a la docencia en un instituto y varios colegios de la ciudad. La noticia me llenó de estupor, ya que, siguiendo el orden de proximidad, una vez descartados definitivamente mis vecinos más próximos todas las sospechas se dirigían ahora al piso de encima, es decir, al inquilino que, francamente, no tenía ninguna pinta de cura, y no sólo por su indumentaria de persona normal y corriente, hasta con cierto gusto incluso. Quizás no era cierto que él se alojaba precisamente en aquél cuarto. A lo mejor habían cambiado el matrimonio y él de habitación, o quizás él nunca llegó a ocupar la que suponíamos, ¡qué sabía la habladora de mi vecina!
Era evidente que a pesar de haber quedado reducido el número de posibilidades, nos hallábamos lejos del total esclarecimiento de los hechos. Hasta que, dos o tres semanas después de la entrevista con mi vecina camino de la panadería, volví a escuchar el ruido de muelles por la noche, más fuerte que nunca, tanto que llegó a despertarme sin necesidad de complicidad digestiva alguna. A la mañana siguiente mi vecina llamó a mi puerta y cuando la abrí se introdujo en el minúsculo recibidor como si la estuviesen persiguiendo. Después de asegurarse de que yo también había escuchado el escándalo de la noche anterior me hizo en voz innecesariamente baja la siguiente explosiva confidencia: el hermano del cura se encontraba de viaje desde hacía dos días y no volvería hasta dentro de otros tantos. Aseguró varias veces que lo sabía con toda certeza y yo no lo dudé ni un solo momento. Sumamente excitada, admitió que, aunque moralmente reprobables, era indudable que las especulaciones a que conducía aquella importante novedad ofrecían un morbo infinitamente superior al derivado de imaginar a unos muchachos recién casados e incluso a unos venerables pensionistas haciendo el amor como locos sobre un colchón a punto de reventar. ¿El cura con su cuñada? ¿Su cuñada con otro? ¿El cura con una amiga?, ¿con una alumna, o un alumno, quizás? Horrorizado por las suposiciones cada vez más perversas que la incansable mujer iba aventurando, me las ingenié para echarla con no recuerdo qué pretexto. Pero lo cierto era que yo, sin exteriorizarla de aquella manera, sentía su misma curiosidad aunque por razones bien diferentes. Ella, a buen seguro, sólo quería dar con la identidad de los incansables atletas para correr a contárselo a todo el mundo, por puro cotilleo. Yo, sin embargo, necesitaba consolarme con la seguridad de que los causantes de aquellos esporádicos alborotos nocturnos eran unos jovenzuelos recién llegados al mundo del sexo y cuyo ardor ya se iría enfriando poco a poco, como a todo el mundo.
Durante los tres siguientes meses no hubo, o no escuché, más ruido de muelles. Bueno, pensé, quien fuese ha tirado al fin su viejo y amortizado jergón y lleva a cabo sus hazañas eróticas sobre un canapé o un moderno somier de láminas, más discretos y silenciosos. Y se lo agradecí profundamente, pues prefería cien veces más quedarme sin saber quién era, antes que soportar una sola exhibición más de sus odiosas, ruidosas y portentosas dotes copulatorias. Me equivocaba de parte a parte porque, de nuevo un sábado por la noche, volvió a desvelarme el madito rugido de muelles, juraría que durante un cuarto de hora entero. Pero lo peor fue que al día siguiente, cuando entré en la tienda del pan, me encontré con mi jubilado de San Juan, tostado como un pollo al ast, agradeciendo la bienvenida de la panadera, pues la víspera por la tarde él y su esposa habían regresado en el Sol de Levante, después de tres meses. «¡Dios mío, son ellos, los de la tercera edad!», murmuré por entre mis dientes apretados. La conmoción fue tal que no pude reprimir el impulso de telefonear a mi vecina para contárselo y enviarle a través del hilo la mitad de mi secreta vergüenza, aún a sabiendas de que con ello daba un paso definitivo hacia mi depravación moral ingresando como miembro de derecho en el innoble club de comadreo del barrio, bien que entronizado por la más notable de las madrinas. Ésta, sin inmutarse, me dijo que no debía alarmarme. Por supuesto, estaba al tanto de la prolongada ausencia de los viejos, pero hacía cosa de un mes o mes y medio había escuchado una sesión doble de muelles, a medianoche la primera y a las dos de la madrugada la segunda. La arpía añadió que la proeza había tenido lugar un fin de semana en el que mi mujer y yo habíamos ido de viaje, lo que le permitió descartar definitivamente a los jubilados y a nosotros mismos. Efectivamente, hacía más o menos ese tiempo que habíamos aprovechado un largo puente para visitar a la familia.
Por lo tanto, ya sólo quedaban dos candidatos. O, mejor dicho, dos posibles procedencias y cuatro candidatos: los médicos, el cura y su cuñada. Y estaba claro que la deducción correcta, lógica y moralmente, debía recaer sobre los primeros. Pero, una última e importante objeción se oponía a la evidencia: ¿por qué razón una pareja de veinteañeros recién casados hacían el amor, con tanto y, sobre todo, tan duradero apasionamiento, de acuerdo, pero por otra parte tan espaciadamente, con tan poquísima frecuencia? La respuesta definitiva acabó llegando, tras dos nuevos meses de silencio de muelles, por donde menos podía yo esperarla. Un día, mi mujer acompañó a una amiga al hospital donde tenía consulta con el reumatólogo. Dio la casualidad de que nuestro joven vecino estaba adscrito a ese Servicio, y que la enfermera que les tocó era conocida de la amiga de mi mujer. Cuando supo que aquél residente era vecino nuestro, se apresuró a contarles todo lo que había sido capaz de averiguar de la joven pareja de médicos, casi al oído, a la salida de la consulta. Que vivían juntos desde segundo de carrera, cuando sólo contaban dieciocho años. Que, por tanto, llevaban más de ocho años acostándose. Que se casaron por pura inercia y que, nada más hacerlo, empezaron a irles las cosas mal. Que él había llegado a irse de casa algunas temporadas, acogido provisionalmente en el piso de solteros que compartían un ginecólogo y dos oculistas, también residentes, es decir, en período de formación. Y, por fin, que al parecer habían terminado separándose del todo.
Acabáramos. Ahora todo encajaba a la perfección. Ni el jubilado, ni el pusilánime, ni el cura ni su cuñado (que debía tener mis años), ni por supuesto yo, podíamos ser capaces de hacer gemir a los muelles de nuestro somier de aquella forma. En cuanto a los responsables de la prolongación de mis desvelos, estaba claro que lo suyo no era otra cosa que los últimos coletazos de un matrimonio, no ya enfriado por los años, sino a la postre congelado para siempre. «No hay pasión que dure cien años ni, a cierta edad, polvo que aguante seis minutos». «¿Qué has dicho?», me preguntó sorprendida mi mujer porque, sin darme cuenta, había pronunciado la moraleja de aquella historia en voz alta, rompiendo el silencio de minutos en que me había sumido después de escuchar de sus labios la explicación del misterio. A menudo me ocurre que, cuando medito profundamente sobre cualquier cosa, me desconecto por completo del mundo que me rodea, y llego a hablar en voz alta. Por esta misma razón, tampoco fui consciente de haberle contestado que sí a mi mujer cuando me propuso cenar huevos fritos con pimientos del piquillo. Pero debí hacerlo y, como buen pecador que soy, una vez que los tuve en el plato no sólo fui incapaz de resistir la tentación sino que me puse morado. Naturalmente, pasé una noche criminal, pero sin otro ruido ambiental que el de los violentos borborigmos procedentes de mis tripas, una auténtica hormigonera dando vueltas y vueltas, tratando inútilmente de disolver varios fragmentos de roca procedente de una inmensa cantera de ajo. O al menos esa era mi sensación.