– Riing… riiiing… riiiiiigg…!
Un día más no paraba de sonar el teléfono en aquella casa y doña Laurita, la sobrina de don Gregorio, se ajustó el chal mientras corría despacito por el largísimo pasillo. Ella era una mujer menuda y soltera, sumamente abnegada, a quien no le gustaba hacerse esperar ni siquiera por teléfono. Doña laurita, a sus sesenta y muchos años, lo era todo para don Gregorio. Su ama de llaves, su albacea, su secretaria y, en fin, la bondadosa hija que el nonagenario patriarca de las letras castellanas nunca tuvo «por falta de tiempo».
- ¿Sií..? ¡ah!, don Lázaro, ¡cómo está usted?… sí… bueno, ya sabe, a días… va tirando, sí… ¿Qué?… ¡ah!, lo del elefante, pues igual, sí, una pena, ya ve, don Gregorio en un estado así… qué le vamos a hacer a Dios… bueno, don Lázaro, gracias por llamar, adiós… recuerdos… adiós.
Doña Laurita colgó el auricular lentamente y mientras aprovechó para quitarle el polvo depositado durante la noche. Luego montó sobre dos bayetas abandonadas en aquel extremo del corredor, junto a la puerta de entrada, y emprendió el camino de vuelta hacia el sector de la enorme vivienda repleta de libros donde don Gregorio y ella hacían la vida, frotando con ellas el crujiente entarimado. Al pasar junto a su tío acallaba siempre el paso y afinaba el oído para detectar el menor susurro procedente de la alcoba y que ella sabía interpretar siempre con admirable acierto. No escuchó nada y quizá por ello decidió entrar a verlo.
- ..ante, …hala, …fante, hala, ele… fan… te…
- Tío… tío, que ha llamado don Lázaro, el secretario de la Academia, que muchos recuerdos… tío, ¿me oye?, don Lázaro, el secretario de la Lengua…
- …hala, elefante… ha… la…, ele… fan… te…
La sobrina de don Gregorio se acercó hasta tocar casi la cara de su tío con la suya, tratando de examinar en medio de la penumbra el aspecto que ofrecía aquella mañana. De pronto, mientras oía su respiración y le tomaba el pulso, tuvo la ocurrencia de pensar que olía a libro. Sí, aquel olor indescriptible que dominaba el ambiente de la casa desde que ella tenía memoria, proveniente de miles de volúmenes almacenados por el ilustre anciano durante tres cuartos de siglo, había terminado impregnando su cuerpo y quizá el de ella también. Mientras tocaba su frente en busca de calentura, a doña Laurita le pareció que acariciaba el lomo de uno de esos incunables de los que su tío, tan medido él, incluso presumía. Las mismas arrugas endurecidas, el mismo color macilento y sobre todo el olor rancio a libro venerable. A libro viejo.
- Hala…, elefante…
- Tío, ¿quiere que le traiga el desayuno? Tío… Bueno, descanse un ratito más, venga, ya me marcho.
Doña Laurita le tapó bien, cerró la puerta y se dirigió a la galería. Con una energía que su delicado aspecto no hacía suponer fue levantando una por una todas las persianas de esterilla verde permitiendo que un escandaloso sol de otoño temprano fuese adueñándose de la estancia tras sus pasos. Después abrió una de las ventanas. El eterno murmullo de la circulación por la gran ciudad se coló inmediatamente, envuelto en el fresco de la mañana. Luego tomó asiento junto al mirador y acomodó la cesta de las labores sobre sus rodillas, dispuesta a darle un empujoncito a la colcha de ganchillo.
Apenas había comenzado la labor cuando sonó el timbre de la puerta. Doña Laurita se levantó y sin exteriorizar la menor señal de fastidio se subió a las bayetas al vuelo y comenzó la carrera pasillo arriba hacia la puerta sujetándose el chal con los brazos cruzados. No le gustaba que nadie tuviera que llamar dos veces.
- Buenos días, doña Laurita, ¿da su permiso?
- ¡Don Alejandro!, y compañía… pasen, pasen, no se queden ustedes ahí fuera.
Don Alejandro, íntimo de don Gregorio y, como él, hombre de letras, venía acompañado del notario del distrito y de un joven desconocido para doña Laurita cuya indumentaria, moderna y desenfadada, le diferenciaba aún más de los que casi podrían ser su abuelo y su padre. Doña Laurita se anticipó a la pregunta de don Alejandro llevándose el índice de la mano izquierda a la boca e inclinando su cabeza encanecida contra la palma abierta de la derecha. El grupo comprendió y los tres hombres siguieron a la ilustre sobrina asintiendo con las cabezas en silencio, pasillo abajo, hasta la galería ya ventilada. El joven se quedó algo rezagado, frenado por la contemplación de los miles de volúmenes apilados por todas partes a lo largo y alto de la casa y que le parecieron un espectáculo sorprendente y fantástico. Antes de reunirse con los demás su nariz aguileña efectuó una rápida serie de inspiraciones superficiales, seguida de la lenta y parsimoniosa expulsión del aire de sus pulmones, bañados interiormente por el tufillo a librería de viejo, el más sugerente y agradable de los perfumes que para él existía.
- A don Esteban ya lo conoce usted, doña Laurita. Y tengo el gusto de presentarle al señor Francisco Revillo, el nuevo bibliotecario jefe de la Nacional.
- ¡Tan joven!, ¡uy!, pero si es un chaval… bueno, usted perdone, con todo los respetos…
- Por favor, doña Laurita, no tiene que disculparse. Estoy acostumbrado a que la gente se sorprenda cuando me ven y les dicen quién soy. Me alegro mucho de conocerla, es usted muy célebre en todo el mundo literario del país…
Doña Laurita sonrió discretamente y les preguntó con dulzura a los hombres si deseaban tomar café o té o cualquier otra cosa que les apeteciera y ella pudiera ofrecerles.
- No se moleste, por favor. Esta es una visita casi de trabajo, doña Laurita. Además, bastante tiene usted con el pobre don Gregorio. Por cierto, ¿cómo está hoy?
- Igual, don Alejandro, igual. Todo el día medio dormido, como en coma, repitiendo sin cesar esas palabras sin sentido. El caso es que come a sus horas y con buen apetito. No sé, el médico dice que puede faltarnos en cualquier momento, pero yo no lo veo tan claro, afortunadamente.
- ¿Se refiere usted a lo del elefante? ¿Es cierto, doña Laurita, que se pasa el día entero dando ánimos a un proboscidio? –la mujer asintió con gesto de resignación- Pobre hombre, debe de ser terrible. Eso es un delirio, ¿no?
Doña Laurita respondió al notario encogiéndose de hombros y lanzando un ruidoso suspiro. Sí, era lamentable. El más importante erudito español desde Menéndez Pelayo, el autor de cientos de obras y poseedor de una de las bibliotecas privadas más formidables del país, una de las mentes más preclaras de la literatura española del siglo veinte, don Gregorio Rabanera, vivía sus últimos días en un estado de ruina intelectual casi completa.
- En fin, los años no perdonan, es ley de vida… ¡Jumm! –carraspeó don Alejandro- verá, hemos traído unos papeles para que los firme usted. Se trata del último trámite previo a la cesión definitiva del legado de su tío a la Biblioteca Nacional. El señor notario dará fe y don Francisco actuará en calidad de testigo… de excepción, todo hay que decirlo. Señor notario, cuando quiera…
Doña Laurita fue estampando su firma cuidadosamente en cada uno de los documentos que le iban poniendo delante, más de veinte rúbricas en total. Cuando terminó de dibujar la última volvió a suspirar hondamente, abrió sus manos y las juntó en una palmada amortiguada como queriendo decir ya está, se acabó todo. Mientras el notario se afanaba en introducir los papeles en su portafolio don Alejandro se puso en pie inmediatamente antes de que lo hiciera el bibliotecario, cuyos pantalones vaqueros no dejaban de llamar la atención de doña Laurita, que no dejaba de sonreír. Eran admirables su entereza y su resistencia física, puesta a prueba durante unos malos días en los que la prensa y demás medios de comunicación seguían de cerca la agonía de don Gregorio a través de su sobrina.
- Estuvo usted muy bien ayer en la televisión, doña Laurita. Pero que muy bien. Desde luego, nadie mejor que usted para glosar la persona y la obra de don Gregorio. Nadie le ha conocido tan bien como su querida sobrina.
- Gracias, don Alejandro, es usted muy amable. Si lo desean pueden entrar a verle un poquito. Ahora está tranquilo…
Los tres hombres y la mujer penetraron silenciosamente en la habitación medio a oscuras donde el académico dormitaba y susurraba sin cesar.
- Hala, elefante…
Don Alejandro y el notario sacudieron la cabeza con gesto compungido y el joven bibliotecario enmudeció, impresionado. Al poco tiempo salieron todos y doña Laurita volvió a cerrar la puerta con todo el cuidado. Recorrieron el pasillo sin pronunciar palabra y con semblante circunspecto. Parecía que salían de un velatorio. Cuando doña Laurita se dispuso a abrirles la puerta el joven se dirigió a ella inesperadamente, como si hubiera recordado algo importante.
- Por cierto, señora, acerca del asunto del libro secreto, ya sabe, el famoso volumen misterioso del profesor Rabanera…
- Sí, dígame, don Francisco.
- Su tío dispuso en el testamento que a su muerte se desvelaría el enigma dando a conocer a los estudiosos y el público en general el nombre del libro más famoso de su biblioteca, según sus propias palabras…
- No tenga cuidado, yo misma se lo entregaré. Mi tío lo tiene siempre junto a él, está en el cajón de su mesita de noche, descuide…
- Muchas gracias, doña Laurita, y no malinterprete mis palabras, se lo ruego. Es que se le echará encima la prensa y… bueno, ojalá que ese día no llegue nunca. Adiós, doña Laurita.
Los hombres se despidieron de ella y salieron a la tranquila calle del casco antiguo de la capital donde el viejo sabio de las letras había venido al mundo y desde donde pronto habría de abandonarlo. Era una hermosa mañana otoñal y el aire sano y limpio despejó enseguida el olor a códice que se había apoderado de la ropa de los visitantes.
- ¿Qué cree usted que es?
- ¿El qué, don Alejandro?.. ¡Ah!, el famoso libro de don Gregorio, ¿no? Pues, quién sabe. Unos dicen que algún incunable descubierto y conocido sólo por él. Otros, que el Quijote. Algún alma piadosa cree que se trata de la Biblia. No sé. El caso es que ha conseguido picar la curiosidad incluso de la opinión pública. ¿Cuál es el libro más importante para el profesor Rabanera? Ahí es nada. Alguna editorial estará ya velando las armas… del negocio. En fin, señores, por desgracia, pronto lo sabremos. Hasta mañana, que tengan ustedes buen día.
Los tres hombres se despidieron y partieron por diferentes caminos hacia sus respectivos destinos: el Círculo, la notaría, la Biblioteca Nacional. Mientras tanto, doña Laurita acercaba la taza de leche templada a los labios de su tío. Junto a la cama, en el cajoncito de la mesilla, descansaba también un pequeño libro sumamente antiguo envuelto en papel, liado con bramante y sellado el paquete con lacre. Era un humilde catón, las primeras letras que un niño avispado había visto noventa años atrás. Don Gregorio Rabanera jamás había olvidado el impacto visual de la primera página con la que comenzó la gran aventura de su vida, leer y escribir: un alón amputado, un elefante de gruesos colmillos que parecía reír, un piel roja cuyo aspecto le fascinaba, un globo ocular y un turgente racimo de moscatel. Y, debajo de las figuritas, las cinco vocales, aquella maravilla de las letras, las inciales de sus nombres, que los niños recitaban canturreando con los ojos muy abiertos: «Ala, elefante, indio, ojo, uva…»