Estoy convencido: el origen de la ruina que asoló nuestra convivencia, nuestra familia y, en definitiva, nuestras vidas, reside en el hecho de que nuestro hogar, doscientos cincuenta y pico metros cuadrados casi completamente ocupados por aparadores, bargueños, mamparas, rinconeros, cómodas, sofás, estanterías, vitrinas, plantas tropicales, secreteres, relojes, cuadros, lámparas y demás estorbos prescindibles o decididamente inútiles, carecía en cambio de una mesa.
Me refiero a una mesa como Dios manda, es decir, un buen tablero liso con cuatro patas, una mesa robusta, parca en ornamentación y suficientemente amplia, y no una pieza de museo, como el bloque de ónice apoyado sobre columnas con capiteles corintios que instalamos en mitad del comedor y que acabó com expositor de objetos de plata, o esa filigrana de marquetería sobre nogal esculpido que presidía la biblioteca, tan delicada que el simple roce producido por el lomo de un libro heriría inevitablemente la finísima piel de barniz que la protegía y daba lustre.
Veinte años antes de divorciarnos escogimos para vivir un piso típico del barrio antiguo, abandonado por sus envejecidos propietarios debido a la carencia de ascensor y calefacción central, grande, de techos altísimos y hermosas habitaciones generosamente soleadas a través de los amplios ventanales. Cuando el agente a quien confiamos los trámites de la compraventa nos entregó las llaves, echamos a correr por las calles cogidos de la mano y no nos detuvimos hasta llegar al oscuro y destartalado portal, subimos las escaleras a grandes zancadas e irrumpimos en el interior de nuestra casa como auténticos locos, dando voces y saltos, recorriéndola una vez más pero como si fuese la primera, precipitadamente, pasando de una habitación a la siguiente sin dar tiempo a que la vista se adueñara de su luz ni de su forma, llamándonos el uno al otro con aquella voz reverberante y hueca, distribuyendo, decorando, amueblando imaginariamente aquél inmenso vacío con olor a pintura fresca: el comedor, la sala de estar, mi despacho, el cuarto del servicio, el de invitados, nuestro dormitorio, el de los niños…
Nos instalamos enseguida, casi con lo puesto, recién casados, enamorados. No tardarían en llegar los primeros clientes, los primeros éxitos y, en consecuencia, los primeros trastos. En poco más de dos años, aquél desierto de tarima encerada quedó convertido en un almacén atestado de todos los enseres más extravagantes que pueda imaginarse, desde un triclinio romano en el que nadie yació hasta un piano Chippendale que jamás fue tocado, pasando por entredoses, biombos o trincheros. Un hogar moderno y confortable, en suma, dotado además de la más completa colección de aparatos eléctricos. Pero, fatalmente, olvidamos la mesa. Podíamos haberla colocado en lugar del facistol cisterciense, o de la cama turca, o en el office, junto a la cocina. De haber dispuesto de una auténtica mesa, acompañada de sillas que nos hubieran permitido reunirnos casi diariamente sentándonos a su alrededor, yo habría preparado mis primeros casos esparciendo los libros en ella, sentado frente a Julia entretenida con sus labores o su lectura. Así, cada vez que los fatigados ojos de alguno de los dos se apartasen de su quehacer en busca de alivio, se habrían encontrado inevitablemente con el reconfortante rostro del otro. Pero yo siempre trabajaba encerrado en mi despacho, mientras ella leía o bordaba también a solas, en la galería, oyendo la radio. Si hubiésemos plantado una mesa en medio de nuestra casa, seguramente yo habría abierto el correo amontonado cada mediodía contemplando de reojo el maravilloso espectáculo de un niño de cinco años y pelos tiesos, sentado sobre gruesos cojines, con sus piernitas entrelazadas oscilando en el aire mientras sacaba la lengua para no torcer su primer renglón. Pero nuestro hijo creció casi sin vernos y un día, demasiado temprano, salió de su habitación y se marchó para siempre. Sobre una mesa próxima a la entrada y desprovista de malditos cacharros nos habríamos embrutecido haciendo el amor desperezado por el alcohol en una de esas aburridas fiestas a las que acudíamos con demasiada frecuencia, sin dejar que el ardor del deseo escapara de nuestros cuerpos necesitados mientras ella se desmaquillaba y yo terminaba de hojear la prensa.
En torno a la mesa que nunca tuvimos, en fin, pudimos habernos mirado, sentido, hablado, conocido, amado. Ella habría sido el centro de gravedad de la familia que nunca fuimos, el ancho y sereno mar donde nuestras vidas confluirían cada atardecer, entremezclando aguas turbias y claras, apacibles y turbulentas, contemplando la misma hermosa puesta de sol o soportando la misma galerna, paliando su estiaje con la pleamar o absorbiendo con el reflujo sus crecidas. Lo veo ahora con tanta lucidez que, en mi nueva morada, un pequeño apartamento encaramado en un bloque gigantesco del centro al que me he mudado junto con mi soledad, me he apresurado a instalar una pequeña mesa de madera de pino, antes incluso que la cama, mis libros, el sillón orejero e incluso el televisor. Quizás esté aún a tiempo de encontrar a alguien que quiera sentarse junto a ella, frente a mí, el resto de nuestros días.