A pesar de sus ochenta años cumplidos, el viejo maestro estaba más nervioso que nunca. Parpadeaba sin necesidad, no paraba de tragar saliva y sus manos temblaban como si empuñaran por vez primera una batuta. Un minuto antes del inicio del concierto los espectadores más rezagados se acomodaban en la penumbra rodeados de un coro de toses que destacaba sobre el inquieto murmullo de la multitud. ¡Ni Viena se libra, Dios mío!, se lamentaba interiormente. Y aguardó pacientemente con los ojos cerrados tratando de no perder concentración.
No era la primera vez que se enfrentaba a la Filarmónica de Viena, pero de todas las grandes orquestas del mundo era ésta la que más respeto le imponía. Por sus huesudas manos habían pasado las formaciones más prestigiosas del último medio siglo: Filarmónica de Berlín, Philarmonia de Londres, Sinfónica de Chicago, Kirov de San Petersburgo, Concertgebow de Amsterdam, Cleveland, Praga, Milán… pero ninguna como Viena. ¡Ah!, la cuerda de Viena… maravillosa, inigualable, eternamente única. Qué gran responsabilidad, incluso a los ochenta cumplidos. Dirigir Viena de nuevo siempre era como hacerlo por primera vez. La misma emoción ante el inigualable terciopelo sonoro que la cuerda más portentosa de todos los tiempos le producía hasta el derramamiento de lágrimas.
Y esta vez, quizás, podría ser la última. Sólo las ganas de vivir del anciano le habían obligado a aceptar una operación que los médicos habían advertido a vida o muerte. Sería solo unos días después del concierto, pero ahí estaba el maestro, nervioso como un asistente ante su primera gran oportunidad, dispuesto a extraer de la mejor orquesta del planeta su legendaria sabiduría musical. Y ahí estaba la Filarmónica de Viena, ignorante del estado de salud de su director invitado, esperando la primera caricia de sus cansadas manos al aire detenido por la expectación para desvelar el maravilloso misterio que los pentagramas desparramados por sus atriles encerraban desde hacía siglo y medio.
Cuando exactamente a la hora prevista (¡Viena!) se hizo la oscuridad y con ella el silencio, el corazón del maestro se puso a batir tan fuerte que casi podía escuchar el golpeteo contra la pared de su pecho. Incapaz de dominar el temblor que su mano transmitía hasta la misma punta de la varilla elevó los brazos, cerró los ojos y, una vez más, el prodigio se reprodujo. El etéreo sonido producido por los armónicos de los violines en pianissimo y repartidos a ocho inició el mágico preludio creando un sonido inmaterial y un color orquestal absolutamente inaudito «con la belleza de un azul argentino». El maestro entreabrió los ojos humedecidos y con una casi imperceptible elevación de sus cejas dio entrada al grupo de flautas y oboes que hicieron vibrar la esencia sonora de donde habría de surgir el motivo del Grial, solemne, emocionante, grandioso. A continuación, reunió en una piña los dedos de su mano izquierda para indicar a los violines solistas que debían abandonar el registro sobreagudo para juntarse con los divisi y tratar así entre todos de aprehender el tema admirable, sereno y casi estático pero al mismo tiempo, milagrosamente, inalcanzable.
Coincidiendo con el inmediato cambio de ritmo, anunciador de un nuevo color orquestal, la enfebrecida mente del octogenario se escapó del foso como succionado por un pensamiento negativo y oscuro, el recuerdo de su cita con el quirófano. Fue una ráfaga instantánea, porque el majestuoso tema reapareció en la madera y se lo llevó por delante, pero había durado lo suficiente para proporcionar al anciano la certeza de que no sólo no temía la muerte sino que estaría dispuesto a morir con los últimos ecos del más bello preludio jamás compuesto, desvaneciéndose también entre los reflejos dorados de la deslumbrante sala de conciertos. El maravilloso tema fue cogiendo cuerpo con la incorporación de las trompas y del resto de la cuerda, ya era media orquesta la que sonaba, y los movimientos de sus brazos fueron haciéndose más amplios y más enérgicos, como si con ellos quisiera abarcar al centenar largo de profesores para fundirse con todos ellos en un abrazo inmenso. El tema llegó a su plenitud en una nueva tonalidad iluminada por el brillo de trompetas y trombones cuando, sostenido por el trémolo de los timbales, se ensanchó majestuosamente por ambos extremos, grave y agudo, para acabar finalmente estallando en un fortissimo de toda la orquesta. En ese mismo instante el maestro sintió que lo más hondo de su interior también estallaba de indescriptible gozo, de alegría inmensa, de incontenible satisfacción espiritual, y cuando los efectos de la onda expansiva alcanzaron las yemas de sus dedos, repentinamente, dejaron de temblar.
A partir del formidable clímax, punto de inflexión en la experiencia fugaz de lo maravilloso, la Filarmónica inició la despedida del prodigio inalcanzable hasta regresar al pianissimo inicial. La reconfortante frase descendió por una amplia escala en los violines a modo de plegaria surgida de la adoración extática y del sublime embeleso por la manifestación de la milagrosa manifestación del sagrado cáliz bajado de los cielos por un tropel de ángeles. Durante el trayecto de vuelta al silencio el viejo maestro fue desnudando la textura orquestal de la obra despojándola sucesivamente de metales, madera y cuerda hasta que la extinción de los armónicos de los últimos violines la diluyó de nuevo en la nada.
Los últimos ecos del preludio se habían desvanecido y el director, agotado, dejó caer brazos y párpados lentamente, permitiendo que una paz antártica se apoderase de su alma recién confortada por la música celestial. Durante unos segundos el silencio fue total. Ni un aplauso, ni un carraspeo, ni siquiera una respiración entre centenares de oyentes enmudecidos por la emoción y acongojados de tanta belleza. ¡En Viena sí que sabían respetar la música! No como en esos otros teatros donde el público desencadena su atronador alboroto sin esperar siquiera a que el aire deje de vibrar. Finalmente sonaron las primeras, tímidas palmadas, y poco a poco fue tomando cuerpo un aplauso cálido, pero no encendido, una ovación rotunda pero no bulliciosa, una aclamación unánime, pero sin griteríos que estremeció la piel entera del anciano hasta hacerle sentir un frío que no hacía. Las lágrimas, que ya surcaban sus agrietadas mejillas, casi detuvieron su caída cuando, súbitamente, alguien abrió la puerta de la habitación.
—Padre, venga, a cenar, que es muy tarde, pero… ¿qué hace otra vez a oscuras?, ¿qué ruido es éste? Ande, quite esa radio, que no son horas y vamos, que se enfría la sopa…
La hija del maestro de escuela amortizado hacía lustros dio la luz del techo y volvió a la cocina rezongando por el pasillo. Resignado a su indefensión, el viejo chascó la lengua, se incorporó del sillón con dificultad y se llevó la mano a las cejas para protegerse de la brutal agresión producida por tanta luz, tanto reproche y tanta triste realidad.
—Acabamos de ofrecerles el preludio del Acto primero de Lohengrin, de Richard Wagner, en interpretación de la Orquesta Filarmónica de Viena, bajo la dirección de Georg Solti, en una grabación tomada en vivo en la Sofiensaal de Viena en diciembre de 1985. A continuación, les invitamos a escuchar…
El viejo apagó la radio con desgana. Mientras buscaba inútilmente las gafas, su privilegiado oído, el único órgano de su organismo que permanecía asombrosamente intacto después de ocho décadas, le permitió entender lo que su yerno, que había empezado a cenar sin esperarlo, murmuraba en el otro extremo del piso.
—Joder María, ya estamos, déjalo de una vez, que haga lo que quiera, como si no quiere cenar, coño. Claro que cada día hace cosas más raras, y espera, que estos acaban volviéndose majaretas. Si es que no se pueden vivir tantos años…. ¡Uuuuyy!
Raúl acababa de fallar una ocasión clarísima justo cuando el viejo entró en la cocina intentando una sonrisa imposible.
—¡Quítese del medio, hombre!, ¿no ve que están dando la repetición? ¡Cagüen tus muertos, pero cómo has podido fallar esa, cacho mamón!
—Venga, padre, que se le enfría la sopa. Qué, se ha vuelto a quedar dormido con la radio puesta, ¿verdad?, luego que no pegamos ojo por la noche. Por cierto ¿ha vuelto a cogerme la aguja de hacer punto?, ¡ay!, este hombre…
El viejo maestro sólo despegó los labios para soplarle a la cuchara. La sopa aún quemaba.