El espejo negro

Muy buenas tardes, damas y caballeros ¿Se encuentran cómodos? ¿Están preparados? Perfecto, comencemos. 

Mi nombre es Thomas, Tom para ustedes, y mi apellido, Swindler, era el de mi bisabuela paterna, Margaret Swindler. Ella tenía dieciocho años cuando en 1925 entró al servicio de Highclere Castle, la suntuosa mansión de Berkshire rodeada por cinco mil acres de césped que como sabrán es desde hace siglos el hogar de los Carnavon. Sí, un apellido mundialmente famoso gracias a George Edward Stanhope Molyneux Herbert, 5º Conde de Carnarvon, conocido como lord Carnavon a secas, que en 1922 financió y realizó junto al arqueólogo Howard Carter el descubrimiento de la maravillosa cámara funeraria de Tuntankamón. Meses después, Carnavon falleció por una infección desencadenada por la picadura de un mosquito, al parecer en el mismo punto de la cara donde la fabulosa máscara funeraria del «faraón niño» presentaba una pequeña muesca, lo que originó aquella patraña de la maldición de los profanadores de la tumba. Lo cierto fue que, antes de morir, Carnavon tuvo tiempo de arramblar multitud de objetos encontrados en aquel y otros enterramientos del Valle de los Reyes y llevárselos a su castillo sin conocimiento de las autoridades egipcias. El alijo permaneció secreto hasta que sesenta años después un ex mayordomo resentido reveló su existencia, pero de eso me ocuparé más tarde. 

A lord Carnavon le sucedió como heredero su hijo Henry George Herbert, conocido como «el sátiro de Berkhsire» debido a sus numerosas infidelidades matrimoniales, por decirlo suavemente, que acabaron en divorcio. En realidad, el 6º Conde de Carnavon fue un depredador sexual del que se dice que llegó a llamar a las puertas de las doncellas del castillo, ustedes me perdonarán la crudeza, utilizando su miembro excitado como aldaba. Una de aquellas pobres muchachas que fueron seducidas y seguramente forzadas por el conde fue mi bisabuela Margaret. La infeliz quedó embarazada y cuando se descubrió la despidieron, por supuesto sin indemnizarla y sin que el señor del castillo mostrara la menor intención de reconocer su paternidad. 

Cierto nebuloso amanecer invernal, Margaret abandonó Highclere con lo puesto y un hatillo que contenía sus cuatro cosas, entre ellas la baratija con la que Carnavon la engatusó cuando se introdujo en su alcoba. Era un espejo muy antiguo, pequeño y de color extrañamente negro cuya superficie reflejaba el rostro con absoluta fidelidad, aunque lógicamente oscurecido. El conde le contó que era uno de los cientos de objetos que su padre se trajo de Egipto y seguramente se lo regaló por su escaso valor arqueológico y desde luego material, comparado con los fabulosos tesoros hallados en las excavaciones.

Las revelaciones de un ex mayordomo resentido a The Times en 1982 provocaron un escándalo y hasta un conflicto diplomático con Egipto, cuyas autoridades reclamaron de inmediato las piezas «expoliadas» por lord Carnavon. Anciano, enfermo y desprestigiado en la aristocracia británica por su licencioso pasado, su hijo vio una oportunidad de rehabilitarse devolviendo unos objetos que en absoluto le interesaban. Así fue como salieron a la luz más de trescientas piezas arqueológicas, procedentes de las excavaciones en las que Carnavon y Carter habían colaborado desde que obtuvieron la concesión en 1914.

El redescubrimiento acabó siendo un regalo para el Museo Británico, ya que al gobierno del Reino Unido ni se le pasó por la cabeza devolvérselo al egipcio. Al doctor Nicholas Reeves, egiptólogo y conservador del museo, le llevó varios meses estudiar y catalogar los objetos, a pesar de que muchos los había relacionado Howard Carter en anotaciones de uno de los diarios de campo que legó al Museo Británico. Con la minuciosidad y rigor que caracterizaban su trabajo, Carter describió con todo detalle cada uno de los objetos, por intrascendente que pareciera. 

Ya saben ustedes que los egipcios importantes se hacían enterrar con ajuares funerarios que incluían artículos que hoy llamaríamos lujosos como joyas, gemas, perfumes caros o muebles de maderas nobles, pero también utensilios tan cotidianos como vasijas, útiles de aseo, carruajes o herramientas que pensaban utilizar en la otra vida. Casi todos los objetos estudiados por Carter se encontraron tras muros falsos o en desvanes secretos del castillo de los Carnavon. Pero se echaron en falta algunos, como varios ushebti(pequeñas estatuillas que en el más allá se convertirían en sirvientes del difunto), un par de vasos canopos, que contenían las vísceras de las momias, y diversos objetos menores entre los que destacaba, menos por su valor que por su rareza, un «raro y pequeño espejo». 

El reportaje del Times reprodujo la descripción que de él hizo Carter, leo textualmente: «pieza rectangular de obsidiana negra con unas dimensiones de 115 mm x 61 mm x 11,6 mm y un peso de 143 gramos con una de sus caras tan pulida que puede reflejar imágenes con la calidad de un espejo actual, si bien ensombrecida por la naturaleza de esta roca de origen volcánico. La cara opuesta, igualmente pulida, está muy deteriorada, pero en ella parece adivinarse una inscripción jeroglífica de la que solo es visible un único signo que pudiera corresponder a una vela o candil de forma redondeada, con su llama. La pieza está rematada por un reborde a modo de marco, de un metal no precioso y muy oxidado».

La pieza formaba parte del ajuar funerario de un sacerdote de la corte de Neferirkara, tercer faraón de la V Dinastía, que fue enterrado hace unos 4.400 años. La tumba, descubierta por Carter y Carnavon en 1917, está situada a unos 30 kilómetros al sur del centro de El Cairo, muy cerca de la pirámide escalonada de Zoser. Mide diez metros de largo por unos tres de ancho y su estado de conservación es extraordinario. En las paredes laterales se abrían varios nichos ocupados por efigies que representaban al sacerdote y sus familiares, pero lo que más llamó la atención de los descubridores fueron los frescos policromados que según Carter «parecen recién pintados». Una de las ilustraciones mostraba al sacerdote mirándose en lo que parecía un pequeño espejo negro, bajo una escritura jeroglífica que Carter tradujo como «Levantad vuestras caras, vosotros dioses que estáis en la Duat (el inframundo de la mitología egipcia), porque el Rey ha venido para que podáis verle convertido en el gran Dios».

Carter supuso que los sacerdotes egipcios atribuían a la piedra de obsidiana las mismas propiedades mágicas que a otros mineraloides extraños al valle del Nilo como el ópalo, el azabache o el ámbar. Egipto no es una zona volcánica, así que la piedra posiblemente procedería del yacimiento vulcanogénico más próximo, situado en la isla egea de Milos, a unos 600 kilómetros de Alejandría.

Durante varios días los tabloides londinenses, el Museo Británico y las autoridades inglesas y egipcias se preguntaron por el paradero de las piezas perdidas, pero ante la falta de respuestas el asunto se fue olvidando. Nadie, ni por supuesto yo mismo, podía sospechar que aquel espejo de obsidiana se encontraba… en mi casa. El hijo de Margaret y el sexto Carnavon, mi abuelo Edward Swindler, lo recibió como regalo de su madre cuando se casó. Al año siguiente nació su primogénito, Henry Swindler, mi padre, a quien Edward le traspasó el espejo cuando aquél fundó su propio hogar en 1951. De este modo se instauró una tradición, cuya continuidad quedó garantizada con mi nacimiento en 1981, que volvió a cumplirse cuando en 2006 llegó mi turno de abandonar el hogar paterno para independizarme. Yo conocía la reliquia familiar porque solían hablar de ella e incluso llegué a tenerla en la mano en alguna visita a casa del abuelo Edward, pero nunca le presté atención porque además de conocer su infame procedencia pueden imaginar el interés que despiertan en Christie´s los pedruscos volcánicos. Así que cuando al marcharme de casa recibí como herencia la cajita forrada de terciopelo rojo que contenía el famoso espejo negro propiedad de los Swindler desde hacía cuatro generaciones, ni la abrí. La arrinconé en un cajón del armario ropero de mi nuevo apartamento situado en Havering, en el extremo este del gran Londres, y en pocos días la olvidé por completo.

Una historia interesante, ¿no creen? Bien, pues ahora prepárense, porque soy el primero en reconocer que lo que sigue no es fácil de digerir. El 27 de junio del año siguiente a mi incorporación a Christie’s, 2007, me disponía a coger el metro en Piccadilly Circus, después de otra agotadora sesión de subastas, cuando lo vi por primera vez. La imagen ocupaba por completo un gigantesco anuncio publicitario que cubría el chaflán de Shaftesbury con Glasshouse, ya saben, el mejor escaparate de Londres. Era imposible pasar por allí sin mirarlo y me detuve ante él unos segundos antes de bajar a la estación. De entrada, no caí, pero durante el interminable viaje hasta el límite del inframundo londinense no pude quitarme de la cabeza la imagen del anuncio. Me recordaba algo, pero por más vueltas que le daba no sabía qué, hasta que una idea escalofriante me asaltó. 

«No puede ser, ¡no puede ser!», me decía a mí mismo sin parar, durante todo el trayecto. Cuando el tren llegó a mi destino salí corriendo y no paré hasta la puerta de mi apartamento. Sin quitarme ni los zapatos ni arrancarme la maldita corbata me abalancé sobre el cajón del ropero y abrí la cajita roja. Un fuerte estremecimiento, seguido de una sensación de mareo súbito, me obligaron a sentarme. Podía escuchar los latidos del corazón golpeándome el pecho como puñetazos. Me costó un buen rato recuperarme del shock y después, ya más tranquilo, traté de ordenar mis ideas. Me desvestí, abrí una lata de cerveza, saqué el portátil de la mochila y entré en la página de Apple.

 Inmediatamente apareció en pantalla el último producto de la compañía, lanzado al mercado aquel mismo día. Me fui directo a las características técnicas: 115 mm de longitud, 61 mm de anchura, grosor de 11,6 mm y 143 gramos de peso. Exactamente las mismas que la «pieza rectangular de obsidiana negra» descrita por Howard Carter. Con manos temblorosas la saqué de la caja y por primera vez la examiné con interés. La olfateé, la sopesé, acaricié su delicada superficie y hasta me la acerqué al oído. Aquello no era un espejo sino… ¡un iPhone de primera generación!, sometido al deterioro de cuarenta siglos largos. Recordé la descripción de Carter y lo examiné con lupa bajo una buena luz. 

Por si cupiese alguna duda, el presunto signo jeroglífico, «la vela o candil de forma redondeada, con su llama» del reverso, no era otra cosa que la manzana del logotipo de la compañía de Cupertino, casi borrada. Aquí tienen las fotos que tomé antes de guardarlo en la caja, pero no la de terciopelo rojo de mi bisabuela sino en una de seguridad del Banco de Inglaterra. Comprendan que no es para ir por ahí con semejante tesoro en el bolsillo del pantalón.

Digan ustedes lo que quieran. Llámenme lo que les parezca. Yo tampoco puedo creer que Carter y Carnavon se encontraran un teléfono móvil en la tumba de la V Dinastía, aunque aquí tienen otra foto de la ilustración del fresco en la que, ahora sí, se ve claramente cómo el sacerdote no está «mirándose en lo que parecía un pequeño espejo negro» sino pendiente de un móvil en la típica postura que todos adoptamos cuando lo sostenemos en la mano, y bajo una escritura jeroglífica que, recuerden, invitaba a los dioses del Más Allá a ver a su faraón, «convertido en el gran Dios». Lo que sí les puedo asegurar es que el hijo de uno de los descubridores de la tumba le regaló a mi bisabuela este… cuesta decirlo, este iPhone, perfectamente descrito por Carter a pie de sarcófago hace exactamente un siglo. Y que tan inexplicable es su existencia hace cien años como hace cuatro mil. Si no lo conocen les invito a leer algo sobre mitología egipcia, en especial acerca del ka, algo así como un doble del cuerpo humano que nadie veía pero que podía sentirse y que podía ir y volver del más allá. Un concepto tenido hasta ahora por mágico-religioso que a la luz de este descubrimiento puede cobrar todo el sentido de una inquietante realidad.

Pero no quiero cansarles más con mis palabras. Esto es lo que tengo el placer de ofrecerles en esta velada exclusiva para los mejores coleccionistas del país, permítanme insistir en que a título personal y al margen de mi empresa. No crean que me ha resultado fácil silenciar mi sensacional hallazgo durante los once años que faltaban para que expirase el plazo legal de cien para reclamar una propiedad. Estoy seguro de que el actual conde de Carnavon, nieto lícito del sátiro de Berkshire, la hubiese reivindicado. Y estoy convencido de que este puede ser el descubrimiento del siglo XXI, como lo fue en el XIX el de la tumba de Tuntankamon por mi tatarabuelo. 

Damas y caballeros, el precio de salida de esta increíble pieza, que puede reescribir la historia de la Humanidad, es de quinientas mil libras. ¿Alguno de ustedes ofrece más?