Apreciados lectores, ya saben que no suelo morderme la lengua (podría ser más arriesgado que hacerlo) porque la libertad de expresión es una de las fortalezas de la sociedad basada en la democracia, aunque decir lo que piensas te exponga a que te llamen lo peor (fascista, machista, etc.), quienes no comparten tus juicios y el único recurso dialéctico que les concede su débil entendimiento sea el insulto. Pues, si habitualmente suelo mojarme en mis opiniones, hoy quiero despedir el año empapado hasta los huesos.
Un año en el que un gobierno, presidido por un ególatra tramposo, adicto al poder y oportunista sin escrúpulos, se apretuja en torno a la mesa del Consejo en promiscua mezcolanza de traidores, ineptos, sectarios y antisistema que solo permanece unida por dos razones: (1) la necesidad de seguir en el machito una vez cumplido el principio de Peter («en una organización se asciende hasta alcanzar el máximo nivel de incompetencia») y (2) y mucho más grave, acabar con la separación de poderes y la independencia del judicial, que es el procedimiento de manual de los autócratas para liquidar la democracia y perpetuarse en el poder.
Una vez desactivados los delitos de rebelión, sedición y malversación, abriendo la puerta al referéndum de autodeterminación, la siguiente exigencia separatista (Urkullu) es suprimir el artículo 155 de la Carta Magna, que blinda al Estado contra la secesión ilegal de una Comunidad Autónoma. Pero hay un artículo de la Constitución de 1978, que quienes la hicimos posible defenderemos hasta el final, del que ninguno de estos felones se acuerda, pero que a mí, de momento, me tranquiliza. Es el 8, su invocación parece tabú, y dice así: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».
Digo «de momento» dando por hecho que este garante en última instancia de la magna legalidad vigente en España cumpliría con su misión de preservar el orden constitucional. Pero ya saben lo que pasa cuando, como en las Cortes o hasta en el Tribunal Constitucional, en el ejército también hay «sectores» (léase bandos o facciones) «conservadores» y «progresistas». Y si lo peor llegara a suceder, y nada se puede descartar en el sombrío horizonte, el máximo responsable sería un presidente que no pasaría a la Historia por exhumar el cadáver de Franco, sino por haber provocado su reencarnación. Y ahora, si por defender la Constitución con todos los medios legales al alcance del Estado (cuyo Jefe, recordemos, lo es también de las Fuerzas Armadas), que me llamen golpista. Ya saben lo mucho que me resbala y por dónde. Sobre todo, mojado.