Publicado por: Ediciones del 4 de agosto
Fecha de publicación: 2003
Páginas: 117
ISBN: 84-933571-2-X
Esta novela, que resultó finalista del II Premio Río Manzanares de Novela, narra la trágica historia de Eva Morte, una profesora de piano irresistiblemente atraída por el retrato de un tenor, Máximo Longinos, fallecido sesenta años antes en extrañas circunstancias. Un encadenamiento de hechos, algunos inexplicables, acabará uniendo los destinos de ambos mediante procedimientos que escapan a las coordenadas fundamentales de la existencia, el tiempo y el espacio. La clave del misterio reside en un viejo piano, fatal punto de confluencia de dos espíritus errantes en sus respectivos mundos: el de los vivos y el de los muertos.
La obra, que dediqué a Plácido Domingo como inspirador del tenor protagonista del relato, te sorprenderá con su inesperado desenlace.
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«El ataque de angustia acabó disolviéndose en el aire fresco de la noche incipiente en cuanto el viejo Bösendorfer comenzó a sonar. La belleza de la música produjo en mi ánimo el efecto de un reconfortante bálsamo. Abandoné la terraza con el alma ya aliviada y me dispuse a disfrutar del improvisado concierto que Eva había iniciado con otro Improptu de Schubert, esta vez en la bemol. A continuación la Canción sin palabras número 1, después Bach, luego Beethoven, y Chopin, y Mompou. Eva tocaba sin parar, empalmando una obra con la siguiente sin interrupción, como si estuviese poseída por una fuerza superior a su voluntad que le obligara a tocar y tocar. Tras un breve respiro repitió, calcada, la escena en el salón de doña Lola. Me miró fijamente a los ojos y comenzó a interpretar Liszt. Lo había reservado a propósito para el final. Mientras bordaba su maravillosa propina, la Consolación número 3, no dejó ni un solo compás de mirarme, de sonreírme, de amarme. Al finalizar el recital me acerqué al taburete, me arrodillé, rodeé con mis brazos el talle de la que, al fin, era mi amante, y dejé que mi cabeza descansara sobre su regazo. Eva sujetó mi barbilla con una de sus manos mientras acariciaba mis cabellos con la otra. Durante aquella eternidad sentí una paz interior como jamás he vuelto a experimentar. Sin duda fue aquél, y no otro, el momento culminante de nuestra relación, el de máxima emoción, mayor felicidad y más fuerte unión física y espiritual.
Mientras nos dirigíamos a su alcoba como un solo cuerpo, en mi interior comenzó a sonar en fortissimo la Entrada de los dioses en el Walhall. Nunca antes había experimentado la asociación inconsciente de ese poderoso fragmento musical, triunfal, solemne y orgulloso, con un determinado estado de ánimo.»