Nada es malo si no daña.
La fantasía, nivel supremo de la imaginación, es necesaria para crear obras de arte. Sin ella no existirían edificaciones, cuadros, esculturas, músicas, poemas ni novelas. Fantasear es el primer paso para desarrollar proyectos, consumar deseos y alcanzar objetivos. Pero la fantasía no debe ser solo un recurso mental al servicio de la actuación, un plano sobre el que construir o un anhelo espiritual de realización. Fantasear es también una inofensiva vía de escape de la realidad, una maravillosa facultad mental que nos permite soñar despiertos con aquello que deseamos fervientemente, pero nos es vetado por incorrecto, inalcanzable o prohibido.
La fantasía es el auténtico ejercicio sin trabas de la libertad, coartada por las dos hojas de la tijera represora del albedrío: la legislación y la moralidad, que nos permite imaginar la vida que nos gustaría llevar y nos consuela de la que llevamos. Una sumersión en nuestra intimidad más recóndita, previa desconexión de los cinco sentidos que nos aferran al mundo donde estamos inmersos hasta el cuello sin otra salida que el ahogamiento. Fantasear es abrir la puerta de otro mundo, del que somos dueños absolutos, carente de las invenciones y convenciones humanas que llamamos ley, moral y corrección, y en el que no debemos rendir cuentas ante nadie. Es el mundo fantástico de nuestras ideas y ocurrencias erróneas o acertadas, de nuestras aspiraciones razonables o descabelladas, de nuestros anhelos lícitos o inconfesables, la patria de nuestros ensueños e ilusiones, pero también una ventana abierta al vertedero de nuestros fracasos, el espejo de nuestras frustraciones y el arrecife de nuestros naufragios.
La imaginación, en fin, es el reducto inexpugnable que protege nuestra más sagrada intimidad frente a los arietes con que la realidad hostil que acecha en el exterior intenta derribar las puertas de la muralla; el refugio seguro contra la amenaza de las leyes que criminalizan pensamientos e ideas y los credos que las condenan por pecaminosas o impuras. El gran error consiste en abandonarlo para aventurarse en busca de realización en el peligroso territorio enemigo regido por normas divinas y humanas. Entonces, la fantasía puede trocarse en delito, pecado o incorrección, y el fantasioso en reo merecedor de castigo o reprobación, así que demos rienda suelta a la ilusión, pero sin traspasar la puerta de salida con la pretensión de convertirla en experiencia real.
La fantasía es un tesoro aún más divino que la juventud, porque no envejece. El día que los profanadores de mentes descubran su cámara cerebral secreta para expoliarla, estaremos perdidos.