Si usted practica el ejercicio masoquista de ver, leer o escuchar a diario las noticias ya sabrá que este otoño nos aguarda un terrorífico apocalipsis climático-inflacionario-energético. Que ya nos podemos preparar, porque los precios seguirán subiendo, el consumo bajando y los salarios depreciándose, así que la recesión será inevitable. Y que el próximo invierno tendremos que elegir entre arruinarnos por la factura del gas y la luz o morirnos de frío, a pesar del cambio climático que está derritiendo los glaciares, agostando los prados y vaciando los embalses.
Y no es que los medios sean pájaros de mal agüero. La crisis energética es real y su repercusión en la economía doméstica, funesta. Los retenedores de memoria energética recordarán la histórica crisis de 1973, cuando los mayores productores de petróleo del planeta, los países árabes (satrapías teocráticas), conscientes de tener el surtidor por el mango, decidieron embargar la exportación de crudo a Occidente por su apoyo a Israel (una democracia) en la guerra del Yom Kipur. Aquello cuadruplicó el precio del petróleo y nos sumió en una recesión de la que Europa nada aprendió: en 1979 hubo otra crisis energética por la guerra Irán-Irak y en 1990 una más por la guerra del Golfo; siempre una maldita guerra por medio. Pero lejos de buscar alternativas y hacer de la crisis oportunidad, los europeos dependemos hoy más que nunca de un petróleo y un gas cuyos mayores productores euroasiáticos son Rusia, Irán, China, Arabia Saudí, Emiratos Árabes y Qatar, lo mejorcito del continente.
Mas no todo será catastrófico en otoño, porque el 20 de noviembre comenzará en la última de las citadas autocracias la fiesta mundial del fútbol que tantas penurias consuela desde que reemplazó a la religión como el opio del pueblo. No importa que en Qatar se maltrate a los trabajadores, se persiga a los LGTBI o se discrimine a las mujeres. Tampoco importa que en 2010 el país obtuvo la organización del campeonato mundial de 2022 sobornando a los miembros del Comité Ejecutivo de la FIFA. Y a quién le importa que en mayo pasado el gobierno español concediera al emir de Qatar el Collar de la Orden de Isabel la Católica, una distinción creada por Fernando VII para reconocer «comportamientos extraordinarios de carácter civil, realizados por personas españolas y extranjeras, que redunden en beneficio de la Nación». ¿Amañaría el jeque el sorteo para favorecer a la Roja? Lo raro fue que una condecoración con ese nombre no le produjera quemaduras en el cuello como un crucifijo al endemoniado. Fernando VII, Pedro Sánchez y el emir qatarí que te vi: entre felones anda el juego. Y ahora, ni caso a los agoreros del apocalipsis y a centrarse en lo que de verdad importa: llegar a cuartos, por lo menos.