Los lectores que cumplieron el servicio militar obligatorio durante la Oprobiosa recordarán que la carta de guisotes cuarteleros evitaba toda alusión a la nefanda Rusia, auténtica cueva del Maligno para el régimen. Así, a la ensaladilla rusa la denominaban «nacional» y a los filetes rusos, «imperiales». Por cierto, en Rusia no llaman a la ensaladilla «rusa», sino ensalada Olivier, por el cocinero francés que en el siglo XIX popularizó en el lujoso restaurante Hermitage de Moscú una ensalada con base de patatas cocidas a las que añadía ingredientes caros como faisán, caviar, trufa y langosta, todo bien troceado y aliñado con mahonesa (la revolución bolchevique los sustituyó por otros al alcance de todos los bolsillos, como los huevos). La sovietofobia franquista motivó también que recalificaran como suiza a la montaña rusa y asiático a cierto «café ruso» que llevaba coñac y canela molida.
Piruetas de la Historia, el infierno desatado por la guerra de Ucrania está convalidando la tesis franquista de que, en efecto, Satanás reside en el Kremlin, aunque ya no se llame Lenin, Stalin, Jrushchov ni Breznev, sino Putin, y reeditando en las democracias occidentales una rusofobia tan absurda y ridícula como aquella de rebautizar a la ensaladilla. En el mundillo de la música clásica, por ejemplo, cada día surge otro veto a grandes artistas rusos por no proclamar públicamente lo malo que es Putin ni condenar su agresión bélica a Ucrania, como si no hacerlo equivaliese a aprobarlo.
La escalada condenatoria es tal que ya no se conforman con despedir o cancelar a estrellas en activo como el director Gergiev, la soprano Netrebko o el pianista Matsuev, a quienes se veneraba hasta ayer y hoy se detesta «por no poner suficiente distancia» con Vladimir Putin. La estúpida fobia antirrusa ha llevado a la Filarmónica de Cardiff a retirar de un concierto, «por inapropiado», la Obertura «1812» de Chaikovski, conmemorativa del fracaso de la invasión napoleónica de Rusia. Solo falta que proscriban también la Séptima Sinfonía «Leningrado» que Shostakóvich compuso durante el terrible asedio nazi de 1941, como el que hoy padecen las ciudades ucranianas.
En el campo de la Literatura, también se está «represaliando» a editoriales y autores rusos de la talla de Dostoievski, y reprobar obras universales de la cultura por ser rusas denota la misma penuria intelectual y simpleza pueril que necesitaron los censores franquistas para desrusificar un filete de carne picada rebozado o una atracción de feria. Eso sí, el gas, ni tocarlo. Con las cosas de comer no se juega, pero con las de calentarse tampoco, aunque sea con «gas ruso». Ya se le encontrará otro calificativo que ponga suficiente distancia con Putin. ¿Gas polinesio, por ejemplo? Más distante, imposible.